6 sept 2011


Lev Tolstoi, Anne Karenine




Morbosos

Una pequeña niña fue la protagonista de esta mini serie de suspenso. La multitud está conmovida. Un crimen terrible, brutal, con el condicionante del morbo colectivo. Tanta inocencia, tanta candidez, tanta juventud en esa pequeña niña. De sólo ver sus fotos, tan sonriente y tan ignorante de su temprana fatalidad, uno reconoce las causas del éxito mediático. Es la morbosa actitud de la gente que se queja pero que por lo bajo exige sangre. A la gente le gusta explorar las imágenes de atentados buscando cadáveres; le gusta masturbarse delante de una violación. A la gente le gusta todo eso.  Quienes reproducen esas imágenes saben explotar el placer morboso de las personas. Alguna vez habrán hecho la prueba y fue satisfactoria. Bien por ellos.
La gente se indigna pero pide más. Siempre pide más. Pregunta si la violaron, si la estrangularon, si la asesinaron antes o en la decapitación, si la golpearon, si... ¿Acaso importa ante la magnitud de la muerte? Sí. Siempre importa. La muerte es, en definitiva, la que menos importa. Cómo murió es más importante que el haber muerto. Si explicamos que la asesinaron, sólo la asesinaron, se pierde el interés. La brutalidad del crimen termina haciendo al crimen. Sólo importa el derramamiento de la sangre y la cantidad de sangre derramada. Un crimen que no es brutal, que no derrama mucha sangre, no es digno de ser expuesto al enfoque de las cámaras. No merece una columna periodística en algún reconocido matutino de radio. Simplemente no lo merece porque no fue lo suficientemente satisfactorio como para excitar la animosidad de un montón de hipocondríacos sociales que exclaman que se termine todo esto pero por lo bajo piden más y más. Y si la victima era joven, era linda, era cándida; mejor. Y uno así concluye que la sociedad está podrida.

Una familia destrozada de ¿culpables?

Aparentemente sí. Al menos, son más culpables que los mismos asesinos. Ellos mataron a Candela. ¿Por qué? Porque a alguien le tiene que caber la culpa de un crimen tan salvaje, tan atroz, tan mediático. Siempre es necesario un chivo expiatorio a quien echarle las culpas. Siempre. Un crimen sin culpables visibles y a la vuelta de la esquina no tiene por qué estar en primera plana. Y se escuchan, de pronto, frases como “la madre se movía en ambientes complicados. El padre, también”, como si existiera una relación causa-efecto implícita. Entre eso y el tristemente célebre “algo habrán hecho” no hay mucha distancia.
Pero es todo un show televisivo o bien un radio teatro. Una mini serie de suspenso, en definitiva. Todo es ficción aquí. Ésa simplemente se basa en hechos reales: la niña existió y fue asesinada y la madre es la madre y vivían en Hurlingham. Todo eso es así. Pero nada después es real. La bronca de los periodistas no es real. Nadie está indignado; todos son felices. Se les hace agua a la boca porque saben que si fingen enojo dormirán abrazados a una nueva bolsa gorda de billetes verdes. Bien por ellos.
Los más sufrientes son los familiares. Encima, son culpables. ¿Por qué, entonces, no los juzga la Justica? Después de todo, la opinión pública ya los condenó. Pero no. La Justicia no puede operar así y los medios tampoco lo querrían. Hace falta que la trama tenga un nuevo giro y se busquen a los asesinos. Así tendremos todo, autores materiales y culpables sociales. Todo para exportar la historia a algún cliente ingenuo e interesado.
Y entonces el público se va a comer heces y habla de Tinelli y después de Candela. Ahora Candela le compite a Tinelli en el prime time televisivo. Están codo a codo. Él necesita más culos o destripar a una pequeña niña en el estudio de grabación para ganar un poco más de audiencia; y la gente se masturba y sube el volumen con los alaridos de dolor. Lo mismo pasa con Candela. Se necesita que la gente llore, que la gente esté indignada pero satifecha. Se necesita exponer el dolor para que se suba el volumen y la gente se masturbe. Un hombre le manda un mensaje a su amigo y le pide que ponga algún noticiero para ver a la gente llorar. Luego se masturba. ¡Qué buen programa!

Aristóteles tenía razón

La opinión pública le tiene horror al vacío. Tanto hablar y tanta fotografía. Tanta exposición de imágenes, de testimonios, de columnas de interés. Tanto pedido de aparición. Y la pequeña apareció. El cadáver estaba tibio y horriblemente desfigurado. Sin embargo, la madre la reconoce y llora. Está en primer plano, llorando la muerte de su hija. Una escena propia de Tolstoi. Pero se rompe el silencio del ambiente sepulcral y los voceros exclaman que “HAN MATADO A CANDELA” y buscan razones. Todos hablan y no escuchan a la muerte. ¿Por qué no se callan todos y dejan a la gente con su dolor? ¿Por qué no esperan a que el cadáver se enfríe -a que le pongan tierra arriba- para comenzar a elucubrar nuevas alternativas para la continuación de la historia? Porque hace falta hablar, hace falta explicar, hace falta vender. Nadie, finalmente, escuchó a la muerte; nadie se quedó con la muerte de la niña. La muerte parece que debe ser más que sí misma. De lo contrario, a nadie le interesa. Lo único importante es que la historia siga, se alimente, engorde, explote y se olvide. Y luego a buscar a un nuevo niño, una nueva familia desgraciada… y un nuevo fajo de billetes.
Y así terminará la historia de la pequeña Candela: en el olvido. Olvidada porque en el fondo a nadie le importa más que como conductor de sus propias frustraciones personales. No temo decirlo: toda la consternación social es una gran hipocresía. Un intento de moral clasemediera de mujeres que comen masitas con el mate y hombres que golpean a sus hijas pero luego salen con velas a pedir más seguridad. Nadie habla de la muerte porque a nadie le importa en el fondo más que para satisfacer una sed de sangre vestida de bronca. Todo parece un absurdo de los relatos de Bukowsky.
¿Y qué nos queda? Sólo un speech para iniciar una conversación de café; como el cambalache o el clima.

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