Un conocido mío publicó lo que aparecerá a continuación. Apoyo lo que expone:
Me surge decir: apostemos, ¿cuánto tiempo pasa hasta que lo
de Candela deje de ser una tragedia? ¿Tres días? ¿Dos semanas? ¿Hasta que
vuelva a hacer falta arrear a la opinión pública hacia un lado o hacia otro?
Ahora es cuando me inundan la casilla con reclamos, cadenas y puteadas hasta en
lituano por haber "cruzado una línea" y no entender que "hay
cosas con las que no se jode". Pero no, tristemente no, no lo entiendo,
así como ellos tampoco entienden muy bien la sutil diferencia entre joder y
tratar de dar un punto de vista. Entonces me parece oportuno también aclarar
que esta nota no pasa de ser precisamente eso, mi punto de vista, que vale
tanto o bien tan poco como el tuyo, el de aquél, el de cualquier otro.
Quizás estaría bueno poder pecar de ingenuo y creer que de
verdad a los grandes multimedios les importa que maten a una pobre nena en el
conurbano, que les importan los chicos que se mueren de hambre en Chaco, que
les importa Ezequiel Ferreyra (¿no lo conocés? Googlealo, no lo vas a ver en el
noticiero). A veces me despierto con una especie de asco que recae a primera
vista sobre los individuos pero después se traslada hacia el sistema, ese
sistema que les come la cabeza de la peor manera, desde adentro, una especie de
parasitismo moral que para colmo los hace sentir conectados, informados y
libres. Grandes paradojas de esta belle
époque mediática.
Estamos tragándonos en conjunto el mismo discurso hegemónico
como chanchos en el corral, sabiendo lo que nos dicen que tenemos que saber, y
respondiendo a eso siempre en función de cómo nos dicen que debemos hacerlo.
Así, de a poco, nuestra moral va siendo moldeada y definida por tapas de
revistas, por redactores y gerentes de noticias, por columnistas imbéciles de matutinos
de radio. Nuestra escala de valores, nuestro umbral de indignación o bien la
capacidad de dar vuelta la página del diario cuando vemos fotos de un atentado
que se cobró sesenta vidas en una ciudad que por suerte desconocemos. Ahí todos
nos alegramos de ser argentinos, ¡las guerras y los desastres felizmente nos
pasan tan lejos!
Así y todo tenemos una vana noción de lo que ocurre en
nuestro propio jardín, pero somos realistas: no podemos ocuparnos de todo.
¿Cómo hacer una marcha y llevar una bandera kilométrica con la foto de todos
los nenes que faltan a lo largo y a lo ancho del país? Qué absurdo, qué poca
practicidad, y sobre todo, ¡no los conoce nadie! ¿Cómo podemos pedir justicia
por ellos si ni siquiera tuvieron la delicadeza de decirnos quiénes son? ¿Quién
los mandó a morirse así, en silencio, a no llamar a la prensa y decir aunque
sea: "acá estamos, existimos, vengan a cubrir nuestra desaparición para
que quizás en Buenos Aires a alguien se le prenda la lamparita y haga un cartel
con nuestra cara para adornar las calles y las vidrieras de los negocios"?
O quizás llamaron, sí, pero nadie los atendió. Cosas que nunca van a saberse.
Pero Candela se llamaba Candela, y era una sola. Supo tener
una muerte propia, hacerse protagonista, no quedar invisibilizada ni perderse
entre tantas otras muertes parecidas o iguales. Otros chicos no tienen esa
triste suerte, no son únicos e irrepetibles más que para mamá y papá, mamá y
papá que tampoco tienen la triste suerte de poder llorar en horario central de
noticieros. Entonces la indignación no es más que una construcción mediática,
en la era de los reality shows, una
muerte sin cámara no es una muerte sino simplemente algo que pasa pero no pasa,
algo que está ahí pero no aparece en la grilla de programaciones, se nos escapa
cómodamente del zapping de nuestra
moral y en buena hora: ¿cómo cenar con la imagen de un chico malnutrido
mirándonos desde la caja boba? De esa escena de tan al gusto los medios nos
salvan con su bendita selección de lo que es noticiable.
A pesar de todo hay algo que se llama moral, y nos enseñaron
que eso es indignarse cada tanto, sacudirse un poco el polvo de la indiferencia
como para expiar nuestros constantes pecados de omisión, convertirnos en
personas solidarias de vez en cuando, eligiendo para eso la primera causa noble
que nos pongan a mano. Cómo no marchar entonces para pedir justicia por
Candela, cómo quedarse con los brazos cruzados mientras algún hijo de puta le
robó la vida a una nena de once años y después la tiró envuelta en una bolsa.
Cómo no indignarse por una muerte tan visiblemente atroz, pero sobre todo eso,
tan visible, tan mediatizable, tan convertible en un cliché del calibre de
"justicia por Candela". Un cliché tan respetablemente sincero pero a
la vez tan vacío, tan abstracto, con tanto sabor a ritual lavatorio de la
indignación o la bronca colectiva y nada más que eso, tan como decir "¡qué
barbaridad!" pero a los tres días estar cagándose de risa en un asado con
amigos.
Y sí, claramente no nos vamos a amargar la vida porque otro
se la amargó, no nos vamos a quedar pegados al dolor al punto de terminar
comprometidos y empezar a pensar que hay algo que evidentemente no está bien,
algo mucho más de fondo que la historia de Candela o que el responsable siga
caminando libre quizás sonriéndose a medias por todo el revuelo que armó con su
pequeña travesura. Pero la moral y el compromiso vuelan espantosamente bajo, y
para peor, eligen cielos de catálogos de televisión por cable, de diarios
repugnantes donde sirven las entrañas de una familia destrozada como plato
fuerte, de periodismo amarillista con fachadas de otros colores. Entonces nos
indignamos, pero cómodamente, y reprendemos a quien no retwittea
#justiciaporcandela ni cambia su foto de perfil por una de su carita todavía
sonriente, ajena al final que le estaba esperando. Entonces todos queremos
cambiar el mundo y librarlo de todo mal, pero el mundo es tan grande y nos
queda tan lejos, que en definitiva, ¡qué sería de nosotros sin mirarlo por TV!
Félix van Gogh
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