29 ago 2011

Entrevista a Enzo Traverso






Enzo Traverso es uno de los más destacados historiadores intelectuales europeos, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Picardia-Jules Verne (Amiens, Francia) y profesor visitante en la Universidad Libre de Berlín. Autor de un gran número de obras dedicadas a la reflexión histórico-política, ha dedicado especial atención a las consecuencias sobre la cultura y la política mundial de los crímenes europeos del nazismo. Sus libros han sido traducidos al inglés, castellano, catalán, italiano, alemán y japonés. Esta entrevista, realizada en castellano, tuvo lugar en abril de 2009 con motivo de una conferencia en el congreso “Europa, 1939: el año de las catástrofes”, celebrado en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona. Algunas de las obras de Traverso traducidas al español son: La historia desgarrada: ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales, Herder, Barcelona 2001; El totalitarismo. Historia de un debate, Eudeba, Buenos Aires, 2001; La violencia nazi. Una genealogía europea, Fondo de Cultura Económica de España, S.L., Buenos Aires, 2003; Cosmópolis: Figuras del exilio judeo-alemán, México, UNAM, 2004; Los judíos y Alemania. Ensayos sobre la simbiosis judío-alemana, Pre-textos, Valencia, 2005; El pasado. Instrucciones de uso. Historia, memoria, política, Marcial Pons, Madrid, 2007.


En el prólogo a su libro Cosmópolis: Figuras del exilio judeo-alemánusted se presenta, en contraposición con la figura del exiliado, como un expatriado, es decir, alguien que ha elegido el encuentro con diversos contextos de referencia como forma de vida. ¿Ha sido este lugar de pensamiento, a la vez “desde la afinidad y la distancia”, un motor de sus libros y, en general, de su manera de interesarse por lo histórico?

Creo que para comprender la cultura del siglo XX es necesario tomar en cuenta los fenómenos de exilio. En principio se trata de un exilio político, pero con el tiempo genera una transferencia masiva de culturas y de pensamiento de una orilla a otra del Atlántico. Hasta ahora este tipo de investigación no se ha efectuado a una escala global, sino de una manera muy fragmentada. Existen muchos trabajos sobre el exilio político, sobre los intelectuales judíos o los republicanos españoles, pero lo que no se ha hecho ha sido repensar la cultura mundial bajo el prisma del exilio. Este es uno de mis principales proyectos intelectuales. Creo que el hecho de ser un expatriado, en el sentido de que soy un italiano que vive en París desde hace veinte años, ha estimulado en mí cierta sensibilidad hacia estas cuestiones. Ahora bien, no soy un exiliado. Puedo hacer muchos esfuerzos de empatía, pero no identificarme con la dimensión trágica del exilio. Mi posición es mucho más la de un emigrante en una época de globalización. Lo que me interesa en todo caso es lo que yo llamo los “privilegios epistemológicos” del exilio. Los escritos autobiográficos de los intelectuales exilados tienden a subrayar el trauma del exilio, el desgarro respecto al mundo en el que se formaron, en el que desempeñaban un papel destacado. Para estas personas, en la experiencia del exilio cae toda una red de referencias. Se ven obligados a reconstruir todo a partir de una posición marginal. Pero los exiliados tienen una mirada que les permite ver lo que los otros no ven. Una mirada desplazada. Desde esa mirada surgieron importantes conceptos en la sociología o la filosofía alemanas a principios de siglo: el de “extranjero” de Simmel1 o el de “extraterritorialidad” de Kracauer2. La posición marginal de estos pensadores les permite alejarse de muchos condicionamientos, estereotipos culturales, que son categorías forjadas en el pasado y que se establecen como un habitus, es decir, como una manera de pensar “espontánea y natural”. Por eso estos exiliados tienen una mirada penetrante, original, pero obtenida a un alto precio: aislamiento e impotencia política. Ese fue el precio que tuvieron que pagar: lo que Hannah Arendt llamó “acosmia”, falta de mundo.

En efecto, la historia del siglo XX es la historia de grandes desplazamientos forzados. En relación con el problema de incorporar la experiencia, incluyendo la del propio historiador, usted ha discutido la identificación actual entre “historia” y “memoria” como sinónimos. Sin embargo, oponerlas le parece una “operación peligrosa”.

Creo que hay que poner en cuestión una dicotomía entre historia y memoria que se ha sostenido durante casi todo el siglo XX. Desde los primeros trabajos, a principios de siglo, sobre la memoria colectiva hasta hoy, la gran mayoría de historiadores, sociólogos y filósofos que han reflexionado sobre la relación entre historia y memoria han insistido en esta diferencia. La matriz de esta distinción es positivista y consiste en considerar la historia como discurso crítico sobre el pasado científicamente fundado para diferenciarla de la memoria como conjunto de recuerdos personales o colectivos subjetivos, volátiles, que pertenecen a una sensibilidad efímera y que frecuentemente escapan a todo criterio de verificación objetiva. Todo esto se puede aceptar si consideramos historia y memoria como tipos ideales. Ahora bien, al pensar en la construcción de las representaciones colectivas del pasado y, en particular, en la historia de la historiografía del siglo XX, se constata una fuerte interferencia entre historia y memoria. La historia es discurso crítico sobre el pasado, que se elabora usando criterios “científicos” básicos, tales como verificación de las fuentes, etc. No obstante, en este discurso hay una parte no desdeñable de subjetividad, de experiencia vivida, de recuerdos que orientan una mirada. De ahí que los historiadores deban abandonar la ilusión de hacer ciencia al estilo de las ciencias naturales y acepten interrogarse sobre la parte de subjetividad involucrada en sus propias investigaciones.

¿Se aplicaría esto por igual a la diferencia entre memoria personal y a la memoria colectiva?

Hay muchos trabajos que subrayan la importancia de la memoria colectiva. Por ejemplo, colectivamente un mismo acontecimiento puede registrarse o ser percibido de modo diferente, generándose malentendidos. Cuando los historiadores que trabajan sobre fuentes orales investigan un cierto acontecimiento, encuentran a veces que todos los participantes en ese acontecimiento cometen el mismo error en las fechas o en algún otro aspecto. Esto significa que hay algo que distingue la memoria de la historia, de los hechos, y que no implica solamente a los individuos, sino también a los grupos.

En una situación en la que la obsesión memorialística se acompaña de una pobreza de experiencia y de una externalización creciente de los dispositivos de memoria –desde el USB hasta los mass media–, ¿cuál es el panorama para el desarrollo de una conciencia histórica equilibrada entre la empatía y el testimonio? ¿Y esto no nos conduce a la necesidad de considerar otros discursos, más allá del historiográfico, como el de los medios de comunicación o la literatura como vehículos de representación?

Seguro. Cuando se habla de memoria colectiva hay que tener en cuenta los vectores que la construyen y la transmiten, porque son múltiples. Tomemos por ejemplo las representaciones visuales de la historia del siglo XX forjadas por el cine. En el mundo de hoy, muy pocos vivieron acontecimientos como la guerra civil española o la segunda guerra mundial, pero nos representamos mentalmente los soldados con tal o cual uniforme y los deportados con tal o cual aspecto, etc. Tenemos un imaginario que nos han dado los medios. Y no sólo eso. Hay un conjunto de otros elementos: políticas educativas, o en los últimos años, políticas de la memoria que son intervenciones de los gobiernos o autoridades públicas en la representación del pasado. Su perspectiva es política; tratan de educar a la sociedad en el presente a través de la representación del pasado. En este contexto creo que los vectores tradicionales de transmisión de la memoria se están debilitando. Lo que se llamaba los “marcos sociales”3 de transmisión de la memoria –eso que los alemanes llaman Erfahrung y que es como la experiencia transmitida, que implica un conjunto de prácticas, conocimientos, valores, modalidades de percepción y actuación que se transmiten de una generación a otra de una manera casi natural– está tocando a su fin. Vivimos en un mundo en el que esas formas de transmisión se han roto y los recuerdos se heredan de otra manera. Los medios de comunicación son nuevas formas de reificación del pasado por medio de la industria cultural. Debemos reflexionar sobre la relación paralela que todo ello guarda con la emergencia de nuevas tendencias, lo que el posmodernismo define como la posibilidad de fabricar la transmisión del pasado. Existe la posibilidad de “inventar tradiciones”, pero no en el sentido de que cada generación al esbozar su propio porvenir se invente su tradición. Hablamos de tradiciones inventadas en el sentido de “fabricadas industrialmente”. Así, la historia puede transformarse, como se decía hace algunas décadas, en una “arma del poder”, pero de un modo totalmente diferente del de la historia como ideología oficial de los regímenes totalitarios.

Volvamos a la dinámica entre la empatía y el testimonio, en relación con la figura de la víctima. Reconocer a quienes han padecido opresión o violencia como víctimas ¿les da también la posibilidad de ser algo más que “víctimas”? Hay una forma perversa de empatía que devora la voz de las víctimas. Por ejemplo, hay pueblos ex colonizados reconocidos como víctimas, pero a los que no se les permite mucho más.

Tenemos una nueva hermenéutica histórica, muy empobrecedora, que se ha impuesto en las últimas décadas y que consiste en mirar al pasado como un relato binario en el que se oponen verdugos y víctimas. Se trata de una manera de pensar el pasado que vacía un conjunto de actores históricos que no son descriptibles como verdugos ni como víctimas. Entre ambas figuras hay otros actores que pueden, por ejemplo, obstaculizar a los verdugos o ayudar a las víctimas. Creo que esta reducción se relaciona con la vigencia en las últimas décadas de un nuevo metarrelato que se ha nutrido del fin de las ideologías, un relato político e ideológico que es una visión muy conformista del pasado. Lo reduce a una época de guerras, totalitarismos, genocidios y violencia. Se trata de una manera de legitimar negativamente las formas de dominación del presente. Así, si se considera que el siglo XX ha sido el siglo de los totalitarismos, habrá que reconocer a continuación el mundo neoliberal como el mejor de los posibles, sin alternativas, porque las utopías son totalitarias, etcétera, etcétera. Así, el humanitarismo deja de ser una práctica de socorro de las víctimas para transformarse en una categoría central de interpretación del pasado, en la cual todo se vuelve confrontación entre verdugos y víctimas. Este acercamiento implica una forma de reduccionismo. Creo que ésta no es la manera de hacer justicia a los actores del pasado. Por ejemplo, en el caso de la guerra civil española, no estoy seguro de que muchos de los combatientes republicanos que murieron defendiendo sus ideas estuvieran satisfechos de ser hoy considerados como puras víctimas. Los vencidos tienen una dignidad. Por supuesto, hay puras víctimas: por ejemplo, un niño que muere en una cámara de gas es una víctima, y punto. Pero hablar de verdugos y víctimas significa crear categorías o entidades no políticas que aplastan la complejidad de la historia.

Hablemos de las relaciones entre memoria y justicia, en el marco del uso público de la historiografía. La llamada “justicia transicional” es un ejemplo de cómo la memoria puede contribuir a los procesos de autorreconstrucción de sociedades que han padecido violaciones de los derechos humanos. Pero también existe otra cara de estas relaciones entre memoria y justicia, lo que usted llama el peligro de la “judicialización de la memoria”. ¿Le parece que los gobiernos pueden promover unas determinadas formas de memoria a través de leyes? Y, en relación con todo lo anterior, ¿el papel social del historiador es juzgar o comprender, o bien una combinación de ambas tareas?

Es cierto que hoy se habla mucho de la justicia transicional, una categoría que ingresó por varias circunstancias en el debate público a partir de la teoría del derecho, aunque no son solo los juristas quienes la utilizan. Pienso que hay un uso de esa categoría bastante problemático, porque no toma en cuenta que históricamente estas experiencias están marcadas por el olvido. La justicia transicional aparece como un momento de ruptura simbólica con el pasado a fin de reconstruir la sociedad. Es el caso de sociedades o naciones que se desgarraron en guerras fratricidas. Hay actos de justicia que se pueden percibir como actos simbólicos, como sucedió con el proceso de Núremberg, donde se designa, juzga y condena a unos responsables de los crímenes nazis y eso permite volver la página a fin de construir una sociedad. La condición para que esa transición funcione es que se olvide. Muchos investigadores han trabajado sobre la idea de que el olvido no es la antinomia de la memoria, sino una forma de la misma. Una forma terapéutica en muchas circunstancias. El “pacto de olvido” aquí en España es un ejemplo. Todos “olvidaron” la Guerra Civil precisamente porque el recuerdo estaba aún muy presente, tanto, que se decidió no enfrentarse en el espacio público en torno a esta cuestión. Este “pacto” fue una manera de elaborar la memoria. En aquel momento se pensó que para que la transición funcionase era mejor no movilizar el pasado con sus fantasmas. Hoy, cuando la democracia española está consolidada y no se teme el peligro de caer en conflictos fratricidas, se puede hablar públicamente de la memoria y de la Guerra Civil. Y esta “anamnesia” se hace casi obsesiva; basta entrar en una librería para ver cuántas obras se escriben con este asunto.
En suma, la justicia transicional históricamente implica el olvido. El olvido es usado como política de la memoria, es decir, como política de reaprender a vivir juntos. Estas políticas de olvido vinculadas a la actuación de una justicia transicional tienen sus virtudes, hay que reconocerlo; permiten en ocasiones un establecimiento de la democracia. Pero toda política de olvido implica también sus límites y sus contradicciones. Hay problemas que son dejados de lado y que inevitablemente retornan.

¿Se pueden decretar los recuerdos?

La judicialización del pasado es otro problema distinto. En los últimos años se han promulgado muchas leyes, leyes memoriales, que tienen incluso una dimensión penal. Abarcan no sólo una regulación jurídica hacia el pasado, sino también una represión de ciertas actitudes que se juzgan como no conformes a la misma. Tengo reservas con respecto a esta tendencia. Por supuesto, hay leyes que persiguen la negación de crímenes y que fueron percibidas como una manera de curar el pasado, acogidas por minorías herederas de las víctimas como una forma de reparación. Esto hay que reconocerlo, por lo que la abrogación de tales leyes es muy problemática. De hecho, en algunos países podría interpretarse como una victoria de los negacionistas del holocausto. Pero hay que admitir que esas leyes son peligrosas, porque establecen una visión normativa del pasado contradictoria con los fundamentos de toda sociedad democrática y libre, en la cual el Estado no ha de imponer una manera de ver el pasado. También son peligrosas porque tienen efectos perversos: los negadores de los crímenes se presentan entonces como víctimas de leyes liberticidas. Cada aplicación de esas leyes está muy mediatizada, se convierte en tribuna de propaganda política. El problema general es el de la relación entre memoria y justicia, y hay diferentes modelos al respecto. El modelo liberal anglosajón, por ejemplo, sostiene que el Estado no ha de intervenir en esas cuestiones en una sociedad libre, en la que uno elige su propia memoria y en la que también uno es libre para defender las peores mentiras sobre el pasado. Lo importante sería que en el espacio público haya quien defienda la verdad. Esto es una posible posición.
También hay otro modelo que podemos definir como “republicano”. Concibe una democracia que no es simplemente un conjunto de normas que reconocen derechos, libertades y procedimientos. Es un modelo que valoriza la virtud cívica de los ciudadanos, el bien común, y acepta la cuestión del pasado en la perspectiva de lo común, de la confección de comunidades o marcos interpretativos. Aquí la cuestión se complica, porque el Estado no puede ser indiferente, pero al mismo tiempo tiene que reconocer ciertas libertades. Las tentativas de adoptar este modelo son efímeras y problemáticas. Por un lado, hay leyes memoriales que son expresión de un trabajo de memoria, o también de duelo, que se hace en sociedad.
Pero siempre existe el peligro de que esas leyes construyan un acercamiento muy conformista al pasado. El pasado se presentaría como algo muy establecido y no se favorecería una reflexión permanente sobre la manera en la que el pasado todavía sigue vivo en el presente. Muchas veces ese conjunto de leyes memoriales constituye el espejo de una sociedad, de sus obsesiones y de sus huecos de memoria, y favorece tensiones en lugar de suavizarlas. Una política de la memoria se traduce en leyes que pueden ser simplemente declarativas, pero que son leyes a fin de cuentas, enfocadas sobre unos acontecimientos a costa de otros. Por ejemplo, en Francia la memoria del holocausto nazi es protegida por leyes represivas, pero la memoria de los crímenes del colonialismo francés es ignorada.
En una sociedad democrática y libre, el Estado no puede dictar una visión normativa del pasado, pero al mismo tiempo tiene que reconocer sus propias responsabilidades en él. Cuando no lo hace, inevitablemente surge un resentimiento, un sentimiento de injusticia y heridas que se perpetúan abiertas. Hay que buscar un equilibrio entre exigencias encontradas y el balance de las tentativas de legislación del pasado hasta ahora no ha sido muy satisfactorio. No obstante, me parece peligroso decir que la solución del problema es derogar todas las leyes y establecer el principio de que el Estado no tiene nada que ver con aquello que haya podido hacer necesarias estas leyes.
El caso de la Ley de Memoria Histórica en España es muy complejo y no tengo un conocimiento tan amplio como para expresar un punto de vista muy completo, pero tengo algunas impresiones. Esta ley, por una parte, comporta el peligro de todas las leyes que implican visiones normativas sobre el pasado y, por otra, conlleva aspectos indiscutiblemente positivos, como la posibilidad de abrir procesos, de exhumar cuerpos, dar una sepultura digna y reconocer oficialmente esas víctimas, hacer público el dolor clandestino de las familias. Desde ese punto de vista, es irreprochable. Para investigar el pasado hay que pedir a los gobiernos, por medio de leyes, que los archivos sean abiertos, que se pueda investigar sobre él libremente. Pero la relación entre memoria e historia, en todo caso, es muy compleja y no se puede resolver con decisiones radicales, vinculantes y permanentes. Carlo Ginzburg4 ha mostrado el vínculo genético entre la justicia y la historia. La práctica de la investigación histórica nació adoptando como modelo los debates que tienen lugar en un tribunal, exponiendo problemas y tratando de aclarar responsabilidades. Pero el problema es que en un tribunal hay un juez que establece las penas, según la culpabilidad o la inocencia. La relación con el pasado no se puede reducir a esta dicotomía. Significa caer en esa visión histórica simplificadora en la que hay sólo una confrontación binaria entre verdugos y víctimas. La tarea del historiador es problematizar y contextualizar, en suma, comprender; no puede limitarse a establecer “verdades” factuales, porque interpreta los hechos y sus interpretaciones nunca son definitivas. En cada época se elaboran nuevas visiones del pasado.

Entre los usos públicos de la memoria está la formación de identidades colectivas. Hobsbawm5 ha identificado la posibilidad de una invención de la tradición a través de “prácticas ritualizadas destinadas a fortalecer la cohesión de un grupo”. Hay maneras diferentes de usar ese poder. ¿Le parece que esta posibilidad de “inventarse la tradición” es un peligro o una oportunidad?

La cuestión hay que indagarla en el campo político y no sólo en el de la memoria. Intentaré contestar con ejemplos muy concretos. En Francia hay una sedimentación de memorias que depende de una segmentación social y que se corresponde también con una segmentación étnica. En las periferias hay áreas pobres, en las que son segregadas ciertas poblaciones, que pertenecen a las capas sociales más bajas y que tienen alguna homogeneidad en el plano étnico y religioso. Hay formas de segregación social que son también formas de segregación étnico-religiosas. Se produce un aislamiento en el espacio de estas minorías, un proceso que sociólogos como Zygmunt Bauman han descrito muy bien. Este aislamiento fomenta la construcción de memorias colectivas que están muy encerradas en sí mismas.
En esos espacios existe una memoria muy fuerte del colonialismo, que no corresponde a la posición marginal que la memoria colonial ha tenido en el país en su conjunto. En la sociedad en general hay una política de la memoria cuyo eje es, por ejemplo, la Shoah, pero en esos espacios minoritarios la percepción de esa memoria es muy distinta. Hay que tomar en cuenta esas diferencias, algo que hasta ahora no se ha hecho. La cuestión del conflicto árabo-israelí no se ve del mismo modo en estos lugares de la sociedad francesa que en el conjunto. Se trata de memorias segmentadas, conflictuales, que se construyen siguiendo dinámicas divergentes y centrífugas. Pero la solución se ha de indagar no sólo en el nivel de la memoria, sino también en el nivel social y político. Hay que romper la segregación y esas formas de institucionalización de discriminaciones y de opresión. Una vez hecho esto, se pueden confrontar esas distintas memorias, aunque la cuestión no es tanto construir memorias compartidas, como una convivencia de memorias en un espacio plural.

Hoy parece que esa convivencia de memorias es un aspecto crucial de la idea de Europa. ¿Garantiza una memoria polifónica una sociedad plural? ¿Es el relato de Europa una narración que necesita ser coautorizada por diversos protagonistas? Usted ha mencionado la idea de Habermas, que sostiene que Alemania comenzó a pensarse como comunidad política y no étnica a partir de Auschwitz. ¿Cómo construir sobre el relato histórico una comunidad política más allá de una idea étnica o lingüística?

Alemania es un caso diferente. Históricamente, Alemania construyó un modelo de identidad nacional de tipo étnico. Ser alemán antaño significaba pertenecer al pueblo alemán como comunidad étnica y el nazismo es la forma más paroxística de este principio. La nación es el Volk en el sentido étnico-racial de la palabra. La toma de conciencia del nazismo y de sus crímenes permitió romper ese modelo y pasar de lo étnico de la nación a un modelo político y democrático, como comunidad política de ciudadanos. En este sentido, la memoria del holocausto en Alemania tuvo un impacto fuerte y fecundo: permitió romper en parte ese esquema y resultó fundamental para que, por ejemplo, hoy Alemania pueda integrar a los turcos como sus propios ciudadanos.
Desde este punto de vista, lo que ha escrito Habermas con fórmulas contundentes, esto es, que después de Auschwitz Alemania se piensa con un sentido político moderno, es cierto. Francia, en cambio, es un país que se construyó bajo otro modelo, un modelo republicano. Allí el discurso es muy distinto, porque la emergencia de identidades minoritarias que están vinculadas a procesos migratorios, ligadas a la transmisión intergeneracional de identidades culturales y religiosas procedentes del mundo colonial, son percibidas a veces, especialmente por intelectuales conservadores, como una amenaza a esa visión republicana de la nación. La nación republicana está formada por ciudadanos, lo que significa que todos son iguales y sus diferencias culturales, religiosas, etc. son secundarias. Este es el discurso de un modelo republicano de integración.
Ahora bien, este modelo funcionó también como máquina de aplastamiento de las diferencias. Era un modelo republicano de fabricación de conciencias por un proceso de asimilación que prácticamente aniquilaba toda herencia cultural. Y esto funcionó con los inmigrantes europeos, italianos, españoles, polacos, que emigraron masivamente a Francia. Ese modelo ya no funciona con los inmigrantes de las ex colonias. Se trata de un problema colonial que se oculta, que es casi normativamente rechazado, incluso por analistas de izquierda que no aceptan reconocer una diferencia entre las migraciones europeas y las migraciones coloniales. Suponen que se dan los mismos fenómenos, los mismos modos de integración social entre todos los inmigrantes, y por eso no pueden comprender lo que pasa; por ejemplo, por qué hay minorías que llevan dos o más generaciones en Francia y sin embargo todavía son minorías percibidas como tales. Un francés de origen español o italiano o polaco es considerado francés a pesar de su nombre de resonancias extranjeras. Pero si yo tengo un nombre árabe “je suis issu de l’immigration” (yo procedo de la inmigración) a pesar de que sea francés de tres generaciones. Hay una especie de estigmatización que perpetúa la pertenencia a una minoría.
El hecho colonial hasta ahora no ha sido reconocido y por tanto la memoria colonial tampoco. Hay importantes historiadores de la inmigración que no ven la diferencia entre un emigrante italiano y un emigrante de Argelia. ¡Pero hubo una guerra colonial! Los inmigrantes europeos no fueron exhibidos en vitrinas durante las exposiciones coloniales como si se tratara de animales exóticos. Y eso es algo que hay que tomar en cuenta si uno quiere comprender lo que está pasando con la crisis del modelo republicano de integración. La emergencia de una memoria poscolonial se percibe como una amenaza al modelo republicano, en lugar de ser reconocida como una memoria legítima en el conjunto de la sociedad.

¿Cree que los usos políticos de la memoria pueden articular hoy potenciales críticos emancipadores? ¿Debe ser la conciencia histórica hoy, como sostiene Agnes Heller, algo más que autoconocimiento para constituir una voluntad práctica?

En el pasado hubo memorias fuertes que se relacionaban con fuerzas sociales poderosas y que tenían representación política, cierta cultura, formas de transmisión muy organizadas. El papel de la clase obrera, la federación de movimientos sociales, ya ha desaparecido tal como lo conocimos. Esos movimientos fragmentados tienen hoy muchas dificultades para federarse, converger y desarrollar proyectos comunes; pueden correr el riesgo de que en ese tipo de aislamiento se generen memorias encerradas en sí mismas, incapaces de relacionarse con otras de una manera que no sea simplemente la hostilidad y la  confrontación. Muchas tendencias que hoy aparecen en Francia, el islamismo, por ejemplo, surgieron con la caída de muchos proyectos emancipatorios. Desgraciadamente constatamos que ese efecto comienza también a desarrollarse en la totalidad de Europa. Hoy asistimos a un encerramiento en proyectos muy particulares o a la construcción de memorias que sólo se reconocen a sí mismas.

¿Y no le parece que la noción de derrota en este sentido es un arma de doble filo, si todo queda reducido a víctimas y verdugos, o a nosotros y a ellos?

Yo hablaba de derrota en el sentido de un acontecimiento. Por ejemplo, la caída del muro de Berlín fue al mismo tiempo una liberación y una derrota: una liberación porque puso fin a una dictadura, pero también una derrota porque, más allá del fin de un régimen, simboliza el agotamiento del comunismo como proyecto emancipatorio y eso lleva a que la memoria obrera desaparezca del espacio público. Si pensamos en la capacidad de atracción que tenían los movimientos políticos hasta los años setenta, creo que sí se puede hablar de derrota. Hay que tener en cuenta las consecuencias políticas que eso comporta. Una serie de discursos que antes no eran legítimos hoy lo son. En Italia, por ejemplo, hoy es posible llegar a presentar la resistencia y el movimiento comunista como una amenaza para la libertad, potencialmente totalitario y, en cambio, presentar a los fascistas como patriotas que lucharon por defender su propio ideal de la nación, etc. y cuya herencia y memoria es indispensable para construir una comunidad nacional que hoy sea capaz de asumir su pasado. Es un discurso que llega a resultar, para algunos, legítimo. 

¿Es un uso perverso de la noción de pluralidad?

Sí, desde luego. Pero lo importante es darse cuenta de que esa pluralidad estaba ocultada, era un discurso que no tenía lugar público, pero que si reaparece ahora es porque se transmitió. Esa pluralidad existía a pesar de que no se expresaba en el lenguaje político, en el espacio público. El problema no es que los fascistas en Italia organicen sus peregrinaciones o celebren ésta o aquélla efeméride; eso es algo que en una sociedad libre no se puede impedir. El problema aparece cuando esa memoria no sólo es legitimada, sino también valorizada por el Estado: ahí hay un problema y eso es lo que está pasando hoy en Italia. Hay que buscar un equilibrio entre el reconocimiento de libertades públicas que otorgan un espacio a todas las memorias y el reconocimiento político de responsabilidades.

Notas

1   Simmel, G. Sociología I y II. Madrid, Alianza, 1986.
2   Kracauer, History. The Last Things Befote the Last, Princeton, Markus Wiener Publishers, 1995. V. Traverso, E. Cosmópolis. México, UNAM, 2004.
3   V. Halbawchs, M. Les cadres sociaux de mémoire. París, Albin Michel, 1994. Traducción española: Los marcos sociales de la memoria. Barcelona, Anthropos, 2004.
4   Ginzburg, C. El juez y el historiador. Madrid, Anaya-Mario Muchnick, 1992.
5   Hobsbawm, E. La invención de la tradición. Barcelona, Crítica, 2002.

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