Desde la década d 1990, la
temática “setentista” ha sido de una verdadera explosión en el campo edutiruak
y académico argentino: ensayos, novelas, biografías, tesis, ponencias se
adentran en la historia política reciente del país. En este marco se ha
afianzado una corriente que analiza la experiencia de las organizaciones
armadas desde la “subjetividad patológica” de sus integrantes, conformando un
universo basado en el despojo de todo sentido histórico y político.
En el marco de la restauración institucional de 1983 y el
juicio a las Juntas Militares (1985), la matriz interpretativa estaría pautada
por la “teoría de los dos demonios”, fundada en el informe de la Comisión
Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), que proponía una
responsabilidad compartida entre dos extremos. Por su parte, los primeros
ensayos reactivos a dicha teoría exhibirían una marcada tendencia legitimante
del accionar de las organizaciones político-militares, entendido como una
reacción de “los de abajo” contra la violencia sistemática de “los de arriba”,
cuyos fundamentos paradigmáticos eran los bombardeos a la Plaza de Mayo de 1955
y la masacre de Trelew (1972) (2). En el contexto de la apertura del horror
concentracionario, serían pocas las evaluaciones críticas sobre las “orgas”; se
destacaron algunas realizadas en el país y otras en el exilio, que señalaban
las desviaciones “militaristas” y el divorcio vanguardia-trabajadores como
pecados capitales de la experiencia armada (3).
La década de 1990 y los primeros años del nuevo siglo
serían el escenario de una auténtica explosión temática “setentista”, que logró
afirmarse en un campo editorial del peso propio, impulsado por el llamado periodismo de investigación
–con producciones por lo general carentes de reflexiones políticas seriamente
fundamentadas- y memorias de ex militantes que recuperaban los sentidos de una
apuesta política a través de sus luchas y vivencias personales (4). El tópico
también ganaría espacio en los estudios académicos, hasta instalarse como una especialidad
que recorre centenares de monografías, ponencias y una buena cantidad de tesis
de licenciatura y doctorado. En ese marco, una distinción común será el
desplazamiento de la figura del militante como “víctima”, para asumir su
identidad política revolucionaria.
En términos de historia organizacional, el conjunto alcanzó
a develar sólo las principales organizaciones político-militares que actuaron
en el país entre 1958 y 1983: Montoneros y PRT-ERP. Y, en menor medida, las que
protagonizaron las experiencias pioneras: Uturuncos, EGP, FARN y el grupo
Cristianismo y Revolución. Poco se ha profundizado en las FAP y FAL, así como
en las FAR, Descamisados, OCPO, CPL, ERP 22 de Agosto y GOR, entre otra, que
por el momento naufragan en un mar de siglas curiosas.
La falta de estudios de referencia sobre las numerosas
organizaciones pioneras de los años 60 es notable. Lo mismo ocurre con aquellas
de militancia de exclusivo –o casi- carácter provincial, como por ejemplo los
grupos armados anarquistas en Salta y Jujuy. Más auspicioso resulta el interés
puesto sobre algunos aspectos de las organizaciones hasta hace poco tiempo
ocultos, como cuestiones de género y moral revolucionaria, cuya especificidad
ha ido ganando atención paulatinamente.
Dentro del conjunto de aproximaciones realizadas destaca
una mirada que ha ganado cierto consenso, enfatizando el rol de las
organizaciones político-militares como intérpretes –orgánicas o no- de la
cultura política y social de las clases subalternas. Desde esta perspectiva, la
práctica armada es interpretada como un aspecto central de la lucha de clases
y, bajo determinadas coyunturas históricas, como la cumbre misma de la
confrontación.
En esta mirada cobra especial dimensión la influencia de
experiencias armadas en otras latitudes, especialmente los procesos argelino,
cubano y vietnamita. En su apreciación, estas experiencias constituyeron la
amalgama que confluiría con la profundización de la protesta de los
trabajadores argentinos desde el Cordobazo (1969), fundiéndose en un espíritu
de época caracterizado por el alzamiento de masas y la acción directa. En este
marco epocal, en el que también se insertan la Teología de la Liberación y los
Sacerdotes del Tercer Mundo, el guevarismo inscribiría en los movimientos de
protesta y en las organizaciones revolucionarias una matriz en la que la
practica militar constituiría un método no exclusivo de oposición a las dictaduras
y al atropello patronal. En su evaluación, finalmente, el onganiato terminará dispensando
todas las legitimaciones del accionar político-militar.
En los últimos años y en pleno auge en a actualidad, ha
echado ancla una tendencia demonizadora de la lucha armada que muestra
diferentes facetas. Por lo pronto, un auténtico aluvión de “investigaciones”
periodísticas y novelas “históricas”, por lo general centradas en una figura
dirigencial o en algún suceso determina –Norma Arrostito, Jorge Ricardo
Masetti, la ejecución de José Ignacio Rucci o la contraofensiva montonera (5)-
vertebran su relato alrededor de actuaciones personales. Generalmente, estas
producciones enhebran microhistorias atravesadas por conflictos individuales,
en las que destacan actuaciones políticas descontextualizadas o
contextualizadas superficialmente y en ocasiones incluso falseadas, a manera de
justificación de aquéllas. Perdidas en el anecdotario, y no pocas veces en el
más perverso de ellos, dejan como saldo una obra de más que dudosa calidad en
el currículum de sus autores. En verdad, éste no es el mal mayor; lo gravoso es
que naturalizan una marcada despolitización de las experiencias armadas, subsumiéndolas en un conjunto de
subjetividades patológicas “o de inexorables desviaciones políticas, visiones
claramente construidas desde el presente y cada vez más alienadas de sus
objetos de estudio” (6). El guante será alzado con eficacia discursiva y
argumentativa por otros demonizadores de la lucha armada, con una inequívoca identificación
en las conclusiones.
Ya en 1987, en el prólogo de Soldados de Perón. Los montoneros de Richard Gillespie (editorial
Grijalbo), Félix Luna subraya: “Lo que va a leerse en las páginas que siguen,
es la historia de una locura…”. Vale detenerse en esta idea porque dos décadas
más tarde va a cubrir buena parte de las miradas “críticas” sobre estas
experiencias. El término “locura”, por supuesto, no es caprichoso. Quien lo
esgrime es el mismo historiador que en la escena final del fil La fiesta de
todos (Sergio Renán, 1978), acodado cómodamente en un balcón, celebraba la
alegría de todo el pueblo argentino por el triunfo en el Mundial de Fútbol.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, “locura”
es: “1) privación del juicio o del uso de la razón; 2) acción inconsiderada o
gran desacierto; 3) acción que, por su carácter anómalo, causa sorpresa,
exaltación del ánimo o de los ánimos, producida por algún efecto u otro
incentivo”. Locura, pues, es enajenación, alienación, demencia, desequilibrio,
insania, delirio, extravagancia, insensatez, incoherencia y, por supuesto,
irracionalidad. No hay ideologías, tradiciones históricas, estrategias
políticas, teorías; no hay ni prácticas devenidas de ellas. Tampoco
experimentación, aprendizajes, evaluaciones críticas y correcciones. No hay, en
suma, historia. Hay “locura”, consagración del sinsentido.
La proposición encontrará eco aun en intelectuales a los
que no se les puede achacar condescendencia con la represión dictatorial. De
hecho, se la encuentra en el prólogo a la novela La casa de los conejos (Edhasa, Buenos Aires, 2008), de Laura
Alcoba, en la que la autora señala: “Voy a evocar al fin toda aquella locura
argentina, todos aquellos seres arrebatados por la violencia”. En muchísimas
obras más se escucharan melodías similares. La conversión de los años 70, de
una politicidad pocas veces tan activa en la historia nacional, en años de
“plomo” y “locura”, encuentra en estas producciones importantes apoyos.
Las pulsiones de muerte y eróticas a las que apela Hugo
Vezzetti como un punto de partida posible para la exploración de la violencia
revolucionaria tiene algo de sus fuentes en lo anterior. “El sujeto queda
transformado y, por consiguiente, transforma las cosas con las que se
relaciona, a las que otorga poderes excepcionales”, escribe Vezzetti (7). Esto
le permitiría al militante, por ejemplo, emprender acciones caracterizadas por
la desmesura: identificación con los guerreros nobles de la tradición de
Occidente, confraternidad de la sangre, espíritu de sacrificio, experiencias de
lo sagrado, rechazo al miedo, seducción por la muerte, culto a los caídos…
Es llamativo el esfuerzo por conformar un universo
militante basado en el despojo de cualquier sentido, saber y práctica política,
siempre subsumido en la subjetividad de pequeños burgueses insatisfechos que
buscan escapar a una vida grisácea o están sometidos a sus pulsiones descomedidas,
las que, además, tienen una contundente filiación con las de sus oponentes. Las
profundas aspiraciones revolucionarias, condicionadas e interpeladas por los
tiempos de convulsión social en las que se inscriben como experiencias
políticas personales y colectivas, apenas serán consideradas meras ambiciones
redencionales.
Sergio Bufano transita un camino similar, en especial
cuando persiste en la creencia de que “verle la cara a Dios” o consagrarse a
“la vida plena” (8) fue un determinante subjetivo de la militancia de las
organizaciones armadas y, por extensión, de todas las organizaciones
revolucionarias que se encontraban bajo las mismas tensiones políticas y de
seguridad. Semejante lectura política no puede sino concluir, como señala
críticamente Omar Acha, que “las organizaciones guerrilleras representaron la
expresión delirante y extraviada de la violencia instituida como idioma de la
política” (9).
Llama la atención cómo estos autores, al identificar a los
militantes revolucionarios con sus enemigos, alcanzan evaluaciones
identificables con la prensa del Proceso. Ya en 1978, los escribas de los
servicios de inteligencia hablaban de “apasionados de la muerte a la estatura
de héroes trágicos” y de “un comportamiento social que raya con el amor hacia
la muerte” (10).
Así, para esta renovada corriente de reflexión sobre la
militancia armada, la militancia revolucionaria parece haber sido un todo
homogéneo que no conoció desarrollo alguno; intratable en su secuencia
histórica y desgajada del conflicto social de la que fue parte, irrumpió
inopinadamente con las características. Inconmovible en su monolitismo,
pareciera que mantuvo una construcción sin conflictos, crisis ni batallas
internas por la homogeneización de una práctica, cuya completa falta de
linealidad podrá divisar cualquiera que trabaje seriamente el tema.
Inmersos en las subjetividades que les interesan destacar,
estos autores no advierten los comportamientos absolutamente diferentes de un
mismo sujeto a lo largo de su experiencia, ni hablar de las organizaciones
político-militares que, según la coyuntura atravesada, directamente
consensuaron el abandono del ejercicio armado o lo circunscribieron a la
autodefensa. Como en todo ejercicio de memoria, estos críticos también eligen
sus olvidos, y ése es un punto central de la cuestión.
No obstante, sus planteos merecen ser analizados. ¿Cómo
explicar aquellas búsquedas desenfrenadas por la vida plena, la seducción por
la muerte y la identidad con la comunidad de guerreros en los años 60 y a principios
de la década siguiente, cuando hasta los servicios de inteligencia de las
Fuerzas Armadas y de las fuerzas policiales han destacado la “calidad” de las
operaciones ejecutadas, el cuidado por la vida –propia y ajena- como el más
preciado tesoro? ¿Por qué tantas organizaciones eran conocidas por sus acciones
“limpias” en la jerga militante, a la vez que centenares de operaciones eran
clausuradas por la temeridad que podían suponer y los peligros que implicaban
para los militantes y la población? ¿Por qué organizaciones armadas que
contaban con precisa inteligencia sobre su enemigo (de ello también dan cuenta
los servicios de inteligencia) causaron entre 1958 y 1979 alrededor de 650
bajas (11, la inmensa mayoría en enfrentamientos armados no provocados por
ellas, lo que pone en duda esa supuesta fascinación por la muerte? El sociólogo
Juan Carlos Marín señala de hecho que de un total de 5.547 operaciones
guerrilleras realizadas entre mayo de 1973 y marzo de 1976, el 81,8% no produjo
ninguna baja, mientras que de 2.945 operaciones antisubversivas, 71,9% sí lo
hizo (12”).
Esto no supone sepultar acciones como secuestros o
ejecuciones –también diversas según sus contextos-; pero de ningún modo se
puede caracterizar el accionar de la guerrilla argentina sólo a través de dicha
vara. ¿Por qué no señalar también el trabajo político, sindical, estudiantil,
barrial, y acciones de “propaganda armada” como tomas establecimientos fabriles
y educativos, volanteadas y discursos e las puertas de las fábricas y medios de
transporte, incautación de mercaderías para su distribución en incontables
repartos en barrios obreros y villas miseria, si también fueron –y por etapas
de manera hegemónica- acciones de las organizaciones político-militares? No hay
indicios de estas cuestiones entre los críticos citados; liberados de la
responsabilidad de periodizar la investigación sobre las características de las
organizaciones y sus prácticas en relación con el conflicto social y el momento
histórico, sólo destacan desvaríos y muerte. Constituye sin duda lo que
quisieron señalar.
Cualquiera que se tome el trabajo de estudiar la historia
de las organizaciones político-militares argentinas no tardará demasiado en
descubrir que las posturas y tareas políticas que se desarrollaron estuvieron
imbricadas en la coyuntura nacional. Durante años enteros las organizaciones
guerrilleras exhibieron una discreta operatoria militar ofensiva, dedicando sus
esfuerzos a la propaganda y al aprovisionamiento. Y por lo menos hasta 1973
contaron, si no con la aprobación, sí con la simpatía de amplios sectores de la
ciudadanía.
El cambiante rumbo de la situación nacional en aquellas
décadas hace impensable asimilar la experiencia armada entre 1959 y 1968 con la
que se desarrolló bajo el impulso del Cordobazo y los primeros años de los 70.
Tampoco pueden medirse de igual manera esta última y la que se desarrolló
durante la actuación plena de la Triple A, cuando en dos años fueron asesinados
más de 1.500militantes, muchos de ellos cuadros políticos de las organizaciones
armadas, a los que habría de sumar los miles de exiliados que partieron para no
caer bajo las balas paramilitares y parapoliciales. Finalmente, el desarrollo
de las organizaciones bajo este último período tampoco puede ser mensurado con
los mismos parámetros que durante la última dictadura cívico-militar.
Derrotas políticas y sangrías militantes no constituyeron
meras excusas que legitiman operaciones gravemente cuestionables –por caso, la
ejecución del capitán Humberto Viola que culmina con la muerte de su hija- y
sobre las que hoy caen críticos para demonizar una historia de lucha que las
excede con amplitud. Por el contrario, deberían servir a la hora de examinar
críticamente el devenir de la guerrilla local, sin pretensión de evadir o
excusar responsabilidades, pero evitando, por falsa ahistórica, la evaluación
de un accionar situado en la subjetividad de jóvenes perturbados y amantes del
riesgo y de la muerte. Vezzeti y Bufano presentan así a militantes con
características sociales, culturales, psiquiátricas particulares: lúmpenes,
delincuentes y jóvenes emocionales en busca de la redención. Una operatoria
política que abona la teoría de los dos demonios: frente a los desequilibrados
con uniforme, desequilibrados que desean tenerlo.
Resulta irresponsable condenar, sobre la base de
interpretaciones deshistorizadas y despolitizadas, a aquellos militantes que
respondieron orgánica e individualmente como pudieron y no supieron resolver
encrucijadas políticas – o las resolvieron mal-, lo que los llevó a la derrota
política primero y al exterminio después. Vezzeti y Bufano echan un manto de
luz sin evaluar el accionar de las guerrillas argentinas en sus específicos
desarrollos, cosa que no ocurre cuando se trata de analizar al reformismo
burgués, con sus leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Allí sí se
atrincheran en todo tipo de especificidades coyunturales y tratan de salvar las prendas íntimas del
alfonsinismo, manchadas tras mentir descaradamente a toda la sociedad en sus
negociaciones y capitulaciones secretas con los represores, antes y después de
La Tablada. Prefieren señalar los “extravíos” de las organizaciones armadas,
mientras sueñan con una democracia burguesa ejemplar (13).
Esta tendencia a demonizar la guerrilla desde una
perspectiva supuestamente de centroizquierda no hace más que ofrecer
justificaciones “progresistas” a una nueva narrativa histórica de la derecha,
que no vacila en realizar una revisión ideológica y en ocasiones falsificada de
la violencia polñitica setentista. Basta con pasar revista al último trabajo
del ex jefe de la SIDE menemista Juan Bautista Yofre, El escarmiento (Sudamericana, Buenos Aires, 2010), que adjudica el
asesinato del Padre Múgica a Montoneros a partir de argumentos sobradamente
superados por jueces, fiscales e historiadores. O alcanza con leer el subtítulo
del más reciente libro de Ceferino Reato, Operación
Primicia (Sudamericana, Buenos Aires, 2010), que caracteriza a esa acción
armada como “El ataque de Montoneros que provocó el golpe de 1976”. Estas
producciones intentan reconvertir a la militancia revolucionaria en la culpable
del golpe de Estado de 1976, una operatoria similar al revisionismo histórico
que busca rehabilitar desde los años 80 al fascismo y al nazismo en Europa.
La evaluación de la experiencia guerrillera merece una
seriedad mayor, que supere la ensayada por Oscar del Barco y su metafísica
apelación al “no matarás” (14) y las fragmentadas visiones sobre las
subjetividades militantes, a las que Vezzetti y Bufano pretenden dar dimensión
universal. Es necesario analizar las prácticas de las organizaciones
político-militares hasta el hueso, sin olvidar que se lo hace más de tres
décadas después, con experiencias y saberes impensables en aquellos años. Se
trata de comprenderlas en sus más finas capas históricas, sociales, culturales,
políticas e ideológicas, y en una dinámica de tiempo que excede largamente los
mal llamados “años de plomo”. Una opción diferente a culpabilizar una práctica
política que lejos está de haberse iniciado con la ejecución de Pedro Eugenio
Aramburu o con los muertos del asalto al Policlínico Bancario (1963), mal que
les pese a los arqueólogos de las identificaciones rituales y simbólicas.
(1) Marina Franco, “Reflexiones sobre la historiografía
argentina y la historia de los años 70”, Nuevo
Topo. Revista de historia y pensamiento crítico, Nº 1, Buenos Aires,
septiembre-octubre de 2002.
(2) Un ejemplar
paradigmático de esta corriente es Gregorio Levenson y Ernesto Jauretche, Héroes. Historia de la Argentina
revolucionaria, Colihue, Buenos Aires, 1998-
(3) En 1984, Pablo
Giussani publica Montoneros, la soberbia
armada; un año más tarde, Carlos A. Brocato hará lo propio con La Argentina que quisieron, una de las
pioneras y más osadas críticas a la práctica armada. En el exilio se destaca la
revista Controversia (México, 1979-1981).
(4) Un ejemplo de
esta orientación está dada en La
voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina, de
Eduardo Angüita y Martín Caparrós (Norma, Buenos Aires, 1998). También Carlos
Flaskamp, Organizaciones
político-militares. Testimonio de la lucha armada en Argentina (1968-1976),
Nuevos Tiempos, Buenos Aires, 2002.
(5) Véase, por
ejemplo: Gabriela Saidon, La montonera.
Biografía de Norma Arrostito, Sudamericana, Buenos Aires, 2005; Jorge
Lanata, Muertos de amor, Alfaguara,
Buenos Aires, 2007; Ceferino Reato, Operación
Traviata. ¿Quién mató a Rucci?, Sudamericana, Buenos Aires, 2008; Marcelo
Larraquy, Fuimos soldados. Historia
secreta de la contraofensiva montonera, Aguilar, Buenos Aires, 2006.
(6) Esteban Campos,
“¿Es posible una ‘memoria completa’? acerca de olvidos y reacciones
conservadoras en la narrativa histórica de los ‘60/’70 (2006-2009)”, Afuera. Estudios de crítica cultural, Nº
7, Buenos Aires, noviembre 2009 (www.revistaafuera.com)
(7) Hugo Vezzeti, Sobre la Violencia revolucionaria, Siglo
XXI, Buenos Aires, 2009, pag. 131.
(8) “La vida plena”,
Lucha armada en la Argentina, Nº 1,
Buenos Aires, diciembre 2004.
(9) Omar Acha,
“Dilemas de una violentología argentina: tiempos generacionales e ideologías en
el debate sobre la historia reciente”, V jornadas de trabajo sobre historia
reciente, Universidad Nacional de General Sarmiento, Buenos Aires, 22 al 25 de
junio de 2010.
(10) Estado Mayor de la Opinión Pública,
Buenos Aires, Nº 13, 1978.
(11) AUNAR (Asociación Unidad Argentina), Subversión. La historia olvidada, AUNAR,
Buenos Aires, 1999.
(12) Juan Carlos
Marín, Los hechos armados, PICASO/La Rosa Blindada, 2da edición, Buenos Aires,
1996, op. cit., pág. 124.
(13) Véase Hugo
Vezzetti, op. cit., pág. 124.
(14) Véase Marta
Vasallo, “El pasado que vuelve…”, Le Monde Diplomatique, ed. Cono Sur, Buenos
Aires, diciembre de 2005.
*Investigador, autor de Los
orígenes de la guerrilla, Walduther editores, Buenos Aires, 2010.
Fuente: Rot, Gabriel, “La construcción
del sinsentido”, Le Monde Diplomatique,
ed. Cono Sur, Buenos Aires, marzo de 2011.
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