Pablo Picasso, El hombre del violín |
“- No vale la
pena –contestó B…-; da lástima… No sé qué efecto le produciría a usted; a mí me
destroza el corazón. Su vida es una tragedia lamentable… Conozco a fondo a ese
hombre, y aunque ha caído muy bajo, no ha muerto en mí toda mi simpatía hacia
él. Dice usted, Príncipe, que debe de ser muy divertido… (…)
>>Hace
ya varios años que no toca el violín. ¿Sabe usted por qué?... Porque siempre
que toma el arco en su mano, se ve obligado a confesar en su fuero interno que
no es un artista. Pero cuando abandona el arco conserva, al menos, la lejana
ilusión de que no es certero su juicio. Se trata de un soñador. (…) Tiene sed
de gloria. Y cuando un sentimiento semejante se convierte en el móvil principal
y único de un artista, éste deja de serlo, pues ha perdido el principal
instinto artístico, que es amor al arte por el arte, y no por la gloria o por
cualquier otra cosa (…)
>> (…) Es,
en efecto, algo terrible separarse de la idea fija a la cual se ha sacrificado
toda la vida, y cuyo fundamento, por lo mismo, es serio y profundo… Al
principio, su vocación era realmente sincera…”
Fiodor
Dostoyevski, Niétoschka Nezvánova
...
Entré a mi habitación una noche
fresca de primavera. Allí se encontraba, quizás desde hacía unas horas, quizás
desde siempre, un hombre con un estuche. Encendió un cigarrillo y me observó
con detenimiento.
- ¿Cómo estás? – me preguntó con
cierto aire de indiferencia. Quizás sólo lo hacía para ocultar su indiferencia
al mundo, a la representación. Sucio, bailando el cigarrillo entre sus dedos de
artista abandonado, se redujo a olvidar mi presencia. Cuando me hube acomodado
en mi cama y al ver que aquel extraño no se marchaba de allí, inicié la
conversación:
- ¿Quién es usted?
Él me ignoró. La ceniza del
cigarrillo caía en la alfombra de mi habitación a partir de su propio peso. Él estaba
sumergido en una lejana meditación. Sus ojos, profundamente oscuros,
resplandecían con el ardor de la punta del cigarro. La visión de sus propios
demonios, el deseo de la evasión, del desarraigo, de la gloria. Una idiosincrasia
distinta de ser humano –demasiado humano-. Allí estaba, junto a mí y tan
alejado de este mundo y de cualquier otro, en el eterno plano de la inmanencia,
apartado de todo tipo de representación. Sólo perdido y fascinado –en
apariencia pero no en realidad- por aquel fulguroso resplandor de la punta del
cigarrillo.
- ¿Me dijiste algo? –musitó volviendo
un poco a este mundo.
- ¿Cómo es su nombre?
No me respondió. Encendió un
nuevo cigarrillo y la ceremonia volvió a comenzar. Pero la naturaleza de la
misma fue diferente esta vez: tomó en sus manos el estuche de instrumento,
recelando un gran cuidado, y lo abrió. Un violín sucio y abandonado exhibía
triunfantemente el cofre del tesoro. Él esgrimió el arco y raspó suavemente las
cuerdas del instrumento. Una sucesión de notas horrible, incomprensible, desafinada,
emitió el violín, decorando una atmósfera de pesadillas ya de por sí absurda. Al
desconocer la melodía, el músico estalló en cólera, dispuesto a estrellar su
herramienta contra una pared y terminar para siempre con todo eso; pero la violencia
de su reacción fue menor y guardó al violín con mucho cuidado.
- Lo que sucede es que la
acústica de esta habitación es pésima –se excusó-. ¡Así no se puede hacer una
interpretación decente de Mendelsohn! ¡Y lo digo yo, su mejor intérprete!
Se levantó de su lugar y comenzó
a caminar en círculos por la habitación. Estaba poseído por miles de demonios.
Demonios violentos, de tiempos arcaicos. Titanes griegos gobernando la tierra y
el cielo y devorando a sus hijos antes que ver repetirse la novela de Cronos. El
veneno y la negación del veneno, pero sin caer en los axiomas metafísicos de
Aristóteles. Él era todo eso, negación y afirmación del veneno, un camino
dialéctico de ida. ¿Y entonces?
El violinista cayó en la
alfombra. Sus ojos, profundos y oscuros, desnudando una candorosa belleza
maligna, se enfocaron en la danza de la vela que alumbraba mi cuarto. Abstraído,
paralizado como por una pesadilla en vigilia, se quedó observando el fuego de
la vela bailando lunáticamente sobre la cera, sumido en una insalvable
expresión de pánico y desesperación.
Entonces apagué la vela y la
habitación se redujo al pesado silencio de la oscuridad.
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