2 ago 2011

De ángeles torpes, demonios, criminales

Bueno, he aquí una caracterización de los medios de comunicación y su accionar como generadores de sentido común que extraje de la introducción de un libro de Dante Peralta: De ángeles torpes, demonios, criminales: Prensa y derechos humanos desde 1984. Espero que la disfruten:

(...)
No siempre los diarios se declararon “imparciales” y mucho menos “objetivos”. Desde su origen –ligados en Occidente, grosso modo, a los diversos procesos políticos y sociales por los cuales los súbditos se fueron transformando en ciudadanos, es decir, haciéndose cargo de los asuntos comunes-, la prensa fue adquiriendo un rol como actor político cada vez más importante, ya como una voz que de manera explícita reproducía los discursos que defendían los intereses de partidos o facciones políticos, ya con voz propia que defendía intereses más amplios que los de un partido. En Argentina, la historia de los periódicos en la etapa independiente da cuenta de un costoso proceso similar. El principio de la libertad de prensa se definió así en torno a esa historia y a una estructura de la propiedad de los diarios constituida en el siglo XIX, funcional a una sociedad que todavía no era la “sociedad de masas” alfabetizada y con acceso pleno al voto. Durante esa etapa, los intereses se expresaban en posiciones explícitas, de clara acción política de carácter partidario o, en un extremo, faccioso. Propiedad de familias, escritos por hombres públicos que no vivían de esas tareas, los periódicos eran, pues, partícipes ineludibles de los debates, con los límites de lo público propios de la época, identificables en cuanto a sus posiciones e intereses.
Desde la década de 1910 y sobre todo a lo largo de la de 1920, como dice Silvia Saítta, se fue consolidando un periodismo profesional y comercial, capaz de sobrevivir por la venta de publicidad y de ejemplares, alejado de las luchas partidarias en el marco de una incipiente sociedad de masas alfabetizada y demandante de ese tipo de productos. El caso de La Nación es un buen ejemplo: al respecto, Ricardo Sidicaro señala que en 1909 este diario anunció que abandonaba la lucha partidaria para convertirse en “expresión y educador de la clase dirigente de la época”. En esa misma dirección, la mayor parte de los muchos periódicos fundados entre 1910 y 1930 asumieron un rol político  no ligado ya de esa manera con partidos y facciones sino, más ampliamente, con la “cosa pública” y, a tono con lo que ocurría en general dentro del campo periodístico en todo el mundo, se atribuían la función de “vigilancia” o “control” de los poderes públicos, en nombre de la república, de la constitución, o de la democracia. Los nombres mismos de los diarios dan cuenta de esas funciones o de los lugares desde donde se ejercían.
Uno de los géneros típicos de esa etapa era e “suelto”, un tipo de nota en la que se comentaban, es decir, se contextualizaban ideológicamente, hechos cotidianos considerados relevantes que, a la vez, eran informados en el mismo acto discursivo.  Las notas editoriales se reservaban para aspectos más amplios de la vida política, económica y social. Esos puntos de vista explícitos constituían lo que expresamente los diarios identificaban como su “propaganda”. El “favor del público”, medido según la tirada –a la vez, dato fundamental para la venta de espacio público-, era la señal del buen rumbo que tenía la prédica. La propiedad de los diarios se mantenía, en general, de la misma forma: familias o sociedades pequeñas, con un director –en la mayor parte de los casos, principal socio accionista- reconocible y responsable directo de esa propaganda. En nuestro país, Crítica y La Razón son ejemplos de ese tipo de prácticas periodísticas, y de las representaciones que las orientaban. Hacia la segunda década del siglo XX ya se había desarrollado un periodismo profesional, es decir, los periodistas vivían de su profesión, y su libertad de opinión individual podía entrar en colisión con los intereses del diario. La “libertad de prensa” comenzaba a encontrar sus límites en la “libertad de empresa periodística” en la que los periodistas individuales trabajaban. La presencia o ausencia de firma en las notas pronto empezó a mostrar deferentes tipos de relación entre periodistas y empresas periodísticas.
Avanzado un poco el siglo XX –por motivos complejos que no podremos revisar aquí pero que han sido contemplados por diversas teorías desarrolladas sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial-, los diarios más prestigiosos y reconocidos como referencia por os otros actores sociales y políticos, habitualmente con los más altos volúmenes de venta, y que gustan calificarse con la categoría bastante confusa de “serios”, comenzaron a representarse a sí mismos como “objetivos” o, al menos, “imparciales”, y, por tanto, a colocar esos supuestos valores, la objetividad y la imparcialidad, como criterio de evaluación de las prácticas periodísticas. No niegan que forman “opinión pública” –sea lo que se quiera definir por ese concepto, y de hecho mantienen sus eslóganes –“Un toque de atención para la solución argentina de los problemas argentinos”, de Clarín, por ejemplo-, pero pusieron en marcha y mantienen la primera gran estrategia general: separar formalmente la “información”, a la que caracterizan de “objetiva” o “imparcial”, de la “opinión”. Consideran, entonces, que cada lector individual se “forma” una opinión a partir de sus propios razonamientos fundados en la información que le es ofrecida “objetivamente” por el diario. Y el acceso a la opinión es, entonces, “avisado”. Probablemente el supuesto valor “objetividad” se apoye en un deslizamiento semántico, en una asociación no necesaria, entre “subjetividad” –en tanto concepto opuesto al de “objetividad”- y “mentira” o “dato no verificado” por un lado, y por el otro, entre “subjetividad” y “opinión”. La “objetividad” queda, entonces, asociada con la “información” y la “verdad”, como si fuera posible enunciar no subjetivamente.
Así, poco a poco, la expresión de los puntos de vista, identificada explícitamente como tal, fue pretendidamente agrupada, a veces, en una sección, a veces en textos dispersos, pero siempre bajo un “cintillo” u otro indicador de carácter argumentativo de cada nota. Se comenzaron a evitar los segmentos de carácter comentativo dentro de los géneros “informativos”  y desaparecieron los “sueltos”. De ese modo, pues, se empezó a ocultar o disimular el conjunto de operaciones en otros niveles que se ponen en marcha al momento de editar: desde la selección y la jerarquización de los temas hasta el modo de distribuir datos –no siempre todos “chequeados”- al interior de las notas, la selección  de distintas voces y la cesión del espacio enunciativo, la magnitud de ese espacio y los modos de nombrar a los sujetos implicados en la información. En este planteo, pues, las opiniones son expuestas como independientes de la información y, en relación con esta última, los diarios tienden a presentarse ambiguamente, ya como “mensajeros” entre actores sociales, ya como simples “espejos”  de la realidad.
 El fenómeno se apoya, complementariamente, en otra estrategia general que consiste en presentar la “realidad” bajo lo que consideran “sentido común”: a través de una serie de procedimientos que “naturalizan” los razgos más ideológicos de las representaciones sociales que orientan sus prácticas. De este modo, la realidad resulta homóloga al lenguaje que la refiere. Dicho de otra manera: la realidad es presentada como una entidad con “estructura” independiente a los sujetos, y el lenguaje no hace sino describirla cabalmente. Así, no sólo la información es “objetiva”, sino que algunos argumentos adquieren el estatuto de “explicación” de la realidad “informada” como si se tratara de una ley natural.
A veces, los diarios explicitan ese modo de ver. Por ejemplo, en relación con la reacción del jefe de Gabinete ante una investigación publicada por Clarín sobre gastos en la Secretaría de Medio Ambiente  y Desarrollo Sustentable, en el editorial de La Nación del 13-7-07 titulado “Matar al mensajero”, leemos lo siguiente:

Si nos guáramos por las palabras del jefe de Gabinete, Alberto Fernández, la prensa no refleja la realidad. La inventa. Inventa la inseguridad. Inventa los problemas de transporte. Inventa la crisis energética. Inventa la carestía de la vida. Inventa todo aquello que, al parecer, perjudica al gobierno nacional, incluyendo la corrupción.

Según este fragmento, pues, la prensa no es sino un espejo de la realidad y, a la vez, la realidad se reduce a lo que muestra la prensa. En esa perspectiva, no hay selección de temas, ni jerarquización, ni momento oportuno buscado para informar, ni “recortes”, ni categorizaciones realizadas por sujetos profesionales.: lo que acontece se le “impone” al diario por su propio peso, con sus rasgos propios, en el momento en que acontece, en el orden de importancia, con el alcance y con el sentido con que el diario lo presenta. Así, el supuesto es que la “inseguridad” y la “crisis”, por ejemplo, son la realidad y no apenas modos –ni inocentes ni ingenuos- de categorizar  -y simplificar- un conjunto amplio de procesos heterogéneos y complejos.
Con algunos matices que suavizan esta representación, el diario Clarín se propone –según las “Bases de política editorial” de su Manual de Estilo- “tratar con imparcialidad y respeto a las personas, las instituciones, los problemas y los acontecimientos”. Ello exige “un uso disciplinado del lenguaje y de las técnicas de producción periodística”. Si se revisa el resto del Manual, no hay indicación clara acerca de qué significa “un uso disciplinado del lenguaje y de las técnicas” y, en función de lo que, en cambio, se lee en otros capítulos –cuestiones de ortografía y gramática, tratamientos y protocolo, etc.-, ese uso disciplinado estaría reducido a una cuestión de normativa general de la lengua. En cualquier caso, si bien parece reconocer el problema del lenguaje en relación con la representación de la realidad, el supuesto parece seguir siendo el de que la realidad es homóloga al lenguaje y que los problemas  eventuales son sólo cuestión de normativa lingüística. Eso se reafirma si volvemos al concepto de “imparcialidad” que plantea, pues nada se dice de quién o qué determina cuáles son las “partes” de una realidad entre las que el diario se debería manejar imparcialmente. Según su afirmación, parece que las “partes” –en tensión, en disputa o enfrentadas- siempre “están ahí”, constituyen una realidad externa al sujeto que la observa, con la extensión y los rasgos que el discurso se limita a describir. Se pierde de vista, pues, que ser “imparcial” es posible en la medida que se construyeron discursivamente las “partes”. Así, veremos por ejemplo que el diario presentaba, durante los primeros años del actual período democrático, la imagen de un enfrentamiento entre dos sectores a los que atribuía igual ilegitimidad: militares y sociedad civil. En este marco, en general, los periódicos se vuelven altamente refractarios a cualquier mirada que pretenda reconocer más “partes”, o a “recortarlas” de manera diversa en un suceso o en un conflicto.
Por otro lado, ya a fines del siglo XX, el cambio en la estructura de propiedad de los medios durante el menemismo, que permitió la conformación de multimedios, la concentración del poder de formación de opinión pública y otras consecuencias que no corresponde estudiar aquí –como los modos de vinculación entre medios y poder político, por ejemplo-, refuerza la literalización de la metáfora del espejo y/o del mensajero, a la vez que contribuye más a crear el “sentido común”: los mismo datos, tratados desde los mismos puntos de vista –hasta los mismos textos, literalmente- son repetidos por medios diversos: agencia de noticias, radio, televisión, diarios impresos, diarios en internet. En muchos casos, incluso, esa repetición está en boca de un único periodista, que “informa” por radio, opina por televisión, firma notas en los diarios. Y en tal sentido, el vínculo entre periodista individual y medio se ha complejizado más aun, desde periodistas plenamente identificados con algunos medio o, incluso, capaces de imponer lineamientos, hasta aquellos cuya relación tiene sólo carácter laboral, pero a quienes los medios exigen fidelidad y lealtad, como ocurre con los empleados de cualquier firma privada de otro rubro. En tal sentid, sería posible elaborar una sociología de la profesión.
Por otra parte, el desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación operado en el período también generó trasformaciones de distinto tipo en los modos de vinculación entre medios y público.  En el caso de Internet, si el acceso a la red, en general, supuso un cierto proceso de democratización cuyos alcances todavía están en debate, en relación con los diarios se pueden observar algunas primeras consecuencias. Por un lado, en cuanto a la edición, el tipo de formato habría obligado a los medios a cambiar alguna de las clásicas estrategias de la variante impresa. Muchos de esos cambios también parecen reforzar la ilusión de “objetividad”. Por ejemplo, la jerarquización de la información no resulta tan evidente, pues no es posible realizarla mediante los mismos recursos a los que se acude en la edición en papel, tales como la diagramación, la diferente tipografía de titulares, el tamaño de las fotografías e ilustraciones. Pero se acude a veces a otras modalidades para orientar la secuencia de lectura y jerarquizar, al menos, las notas referidas a un mismo tema: se presentan notas y subnotas con vínculos específicos para circular por ellas. Por otra parte, se fortalece la tendencia a la unificación de la agenda entre los diarios “de referencia” y las eventuales diferencias se trasladan más directamente a los textos, pues el lector tiene posibilidad de seguir un tema a través de los distintos diarios en la red.
En relación con la formación de opinión pública, cabe señalar que la edición en Internet permite –opción puesta en práctica más recientemente por los diarios- la participación “on-line” de los lectores a través de “comentarios” en cada nota. Así, la “opinión” de los lectores se expresa de modo tal que se refuerza la ilusión de objetividad: los datos “están ahí”, en la nota, y los lectores los procesan supuestamente de manera libre, y se forman una opinión que pueden expresar en los foros. Sin embrago, si bien faltan estudios al respecto, hay indicios de que los lectores, en general, no harían sino reproducir los puntos de vista construidos como sentido común y puestos en circulación por los diarios y la televisión. Y además, cabe aclarar, hay instancias de control en cada uno de los foros.
(...)

Fuente: Peralta, D., De ángeles torpes, demonios, criminales: Prensa y derechos humanos desde 1984,Universidad Nacional General Sarmiento, Los Polvorines, 2008, pp.: 7-13.

De más está decir que recomiendo el libro. Está muy bueno tanto en el contenido como en su forma de expresión.

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