En 1949, apenas regresado a Alemania, Theodor Adorno afirmó
que “Después de Auschwitz, escribir poesía es un acto de barbarie”. Los
intentos de borrar Auschwitz de nuestra memoria a partir de películas de Disney
y demás basura comercial, nuevas Torres de Babel en un paisaje posmoderno para
hacer brillar quién sabe qué valor de la humanidad, no han hecho de sí más que
frutos de liviandad, el reflejo de una vida aburguesada que esconde la cara, se
tapa los ojos, frente a una catástrofe hiperbólica que nos muestra desnudos e
indefensos ante nuestra propia naturaleza. Sí, después de Auschwitz escribir
poesía es un acto de barbarie. Auschwitz es el pecado original de la humanidad.
Reconocerlo es reconocernos a nosotros mismos, a nuestra crueldad sin
imposiciones, a la aberración del otro
tan típicamente ilustrada en extensas páginas de libros existencialistas. Auschwitz
es la nota al pie que nos enseña los límites de la Ilustración. Por eso, más
tarde en Dialéctica Negativa, nuestro
autor, en compañía de su colega Horkheimer, afirmará que “después de Auschwitz,
toda la cultura es basura”.
No es casual que Adorno, por todo
lo anterior, quisiera cercenarnos el derecho a escribir poesía. La poesía es
musicalidad, es ritmo, es belleza. Un intento de dar explicaciones
livianamente, como un enorme eufemismo que diáfanamente entre sus versos
esconde reposada una verdad horrenda, imposible de ser explicada; imposible,
incluso, de poder ser dicha. ¿Es acaso el terror a la desnudez lo que nos
impide plantear Auschwitz sin recurrir a la música? ¿Es posible que afrontemos
en el silencio la terrible verdad, los lentes de las víctimas, olvidados en
tierras estériles como testimonios de una masacre, y seamos conscientes que
allí no hay poesía posible?
…
En Argentina tenemos nuestro Auschwitz:
la Escuela de Mecánica de la Armada. La ESMA es un símbolo. Un símbolo –como
Auschwitz también lo es- de a lo que pudimos llegar como sociedad durante la
última dictadura militar: la degradación de la condición humana, por los
propios hombres, a la nada misma. La ESMA –como Auschwitz- nos ha desnudado en
nuestra crueldad. Es un infierno dantesco sin poesía. Seca, hermética, abierta
a nuestro tacto y cerrada a nuestro entendimiento. Uno no puede pasar por allí
sin sentir corrientes frías de tragedias pasadas; y se dibuja en los rostros de
los peatones que en derredor circulan cierta mueca indescriptible que intenta
mostrar una cruel nostalgia que pretende ser olvidada, una alegría porque ya
pasó, y un deseo también nostálgico, pero vivo, como una herida abierta
supurando, de no olvidar jamás. Una gracia pintoresca de años pasados y años
presentes, tanta carne viva y en descomposición y cuánta aguja hace falta en
esas heridas incorregibles, cicatrices permanentes a falta de buenas suturas,
¿y qué suturas son posibles? ¿Y qué suturas son queribles? Y es que eso es la
ESMA, una pieza de arqueología del terror que nos desnuda como artífices, como
cómplices de un genocidio, ante la mirada perdida de nuevas generaciones y
demás extraños. ¿Cómo podemos asistir –entonces- al izamiento de una bandera
celeste y blanca frente a monumentos de piedra y mármol adornando pobladas
ciudades en días soleados antes que una banda militar ejecute una de sus
pegajosas marchas, cuando la sombra de la ESMA nos recuerda que todo eso es un
velo delgado que nos protege hipócritamente de nuestra vergonzosa desnudez? Y
esa desnudez nos incomoda porque nunca es cómoda la verdad. Por eso no nos
sorprende entonces que hombres como Menem hayan propuesto en su momento la
demolición de esa obra de arquitectura y terror para crear un espacio verde con
un monumento a la unidad nacional… y al olvido de la vergüenza que nos impide escribir
poesía. La vergüenza de los pasillos silenciosos, de los fantasmas tabicados y
olvidados, de las pequeñas criaturas devoradas en la oscuridad como los hijos
de Cronos. La vergüenza de ver tanta humanidad en un montón de cemento. ¿Cómo no
querer olvidar todo eso en pos de esa “unidad nacional” que nos hace pobres
ignorantes frente a un televisor? Pero no. No se hizo. La ESMA siguió en pie para
recordarnos que está allí y que la sangre podrá disimularse pero jamás
esconderse. ¿Y qué nos quedó por hacer, entonces? Recuperarla a la sociedad,
como un lugar que, pese a la atrocidad que representa, es nuestro.
Las Madres ingresaron a un Centro
Clandestino donde muchas de ellas perdieron a sus hijos en el silencio
hermético del cemento y el plomo. Vieron los sótanos, los pasillos; escucharon
los alaridos de dolor de los fantasmas de sus hijos y llenaron de color a ese
cementerio. La ESMA es ahora un espacio recuperado de memoria, un lugar que nos enseña que no debemos avergonzarnos de
nosotros mismos y escondernos en excusas si eso implica volver a tropezarnos
con las mismas piedras y la misma angustia. Hoy en día, en tiempos de Justicia,
de juicios a represores y a genocidas, vemos cómo ese espacio gris vuelve a la
sociedad desde otro lugar. Es un paso.
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