7 nov 2011

Breve reflexión sobre la ESMA a un año de la muerte de Massera


En 1949,  apenas regresado a Alemania, Theodor Adorno afirmó que “Después de Auschwitz, escribir poesía es un acto de barbarie”. Los intentos de borrar Auschwitz de nuestra memoria a partir de películas de Disney y demás basura comercial, nuevas Torres de Babel en un paisaje posmoderno para hacer brillar quién sabe qué valor de la humanidad, no han hecho de sí más que frutos de liviandad, el reflejo de una vida aburguesada que esconde la cara, se tapa los ojos, frente a una catástrofe hiperbólica que nos muestra desnudos e indefensos ante nuestra propia naturaleza. Sí, después de Auschwitz escribir poesía es un acto de barbarie. Auschwitz es el pecado original de la humanidad. Reconocerlo es reconocernos a nosotros mismos, a nuestra crueldad sin imposiciones, a la aberración del otro tan típicamente ilustrada en extensas páginas de libros existencialistas. Auschwitz es la nota al pie que nos enseña los límites de la Ilustración. Por eso, más tarde en Dialéctica Negativa, nuestro autor, en compañía de su colega Horkheimer, afirmará que “después de Auschwitz, toda la cultura es basura”.
No es casual que Adorno, por todo lo anterior, quisiera cercenarnos el derecho a escribir poesía. La poesía es musicalidad, es ritmo, es belleza. Un intento de dar explicaciones livianamente, como un enorme eufemismo que diáfanamente entre sus versos esconde reposada una verdad horrenda, imposible de ser explicada; imposible, incluso, de poder ser dicha. ¿Es acaso el terror a la desnudez lo que nos impide plantear Auschwitz sin recurrir a la música? ¿Es posible que afrontemos en el silencio la terrible verdad, los lentes de las víctimas, olvidados en tierras estériles como testimonios de una masacre, y seamos conscientes que allí no hay poesía posible?


En Argentina tenemos nuestro Auschwitz: la Escuela de Mecánica de la Armada. La ESMA es un símbolo. Un símbolo –como Auschwitz también lo es- de a lo que pudimos llegar como sociedad durante la última dictadura militar: la degradación de la condición humana, por los propios hombres, a la nada misma. La ESMA –como Auschwitz- nos ha desnudado en nuestra crueldad. Es un infierno dantesco sin poesía. Seca, hermética, abierta a nuestro tacto y cerrada a nuestro entendimiento. Uno no puede pasar por allí sin sentir corrientes frías de tragedias pasadas; y se dibuja en los rostros de los peatones que en derredor circulan cierta mueca indescriptible que intenta mostrar una cruel nostalgia que pretende ser olvidada, una alegría porque ya pasó, y un deseo también nostálgico, pero vivo, como una herida abierta supurando, de no olvidar jamás. Una gracia pintoresca de años pasados y años presentes, tanta carne viva y en descomposición y cuánta aguja hace falta en esas heridas incorregibles, cicatrices permanentes a falta de buenas suturas, ¿y qué suturas son posibles? ¿Y qué suturas son queribles? Y es que eso es la ESMA, una pieza de arqueología del terror que nos desnuda como artífices, como cómplices de un genocidio, ante la mirada perdida de nuevas generaciones y demás extraños. ¿Cómo podemos asistir –entonces- al izamiento de una bandera celeste y blanca frente a monumentos de piedra y mármol adornando pobladas ciudades en días soleados antes que una banda militar ejecute una de sus pegajosas marchas, cuando la sombra de la ESMA nos recuerda que todo eso es un velo delgado que nos protege hipócritamente de nuestra vergonzosa desnudez? Y esa desnudez nos incomoda porque nunca es cómoda la verdad. Por eso no nos sorprende entonces que hombres como Menem hayan propuesto en su momento la demolición de esa obra de arquitectura y terror para crear un espacio verde con un monumento a la unidad nacional… y al olvido de la vergüenza que nos impide escribir poesía. La vergüenza de los pasillos silenciosos, de los fantasmas tabicados y olvidados, de las pequeñas criaturas devoradas en la oscuridad como los hijos de Cronos. La vergüenza de ver tanta humanidad en un montón de cemento. ¿Cómo no querer olvidar todo eso en pos de esa “unidad nacional” que nos hace pobres ignorantes frente a un televisor? Pero no. No se hizo. La ESMA siguió en pie para recordarnos que está allí y que la sangre podrá disimularse pero jamás esconderse. ¿Y qué nos quedó por hacer, entonces? Recuperarla a la sociedad, como un lugar que, pese a la atrocidad que representa, es nuestro.
Las Madres ingresaron a un Centro Clandestino donde muchas de ellas perdieron a sus hijos en el silencio hermético del cemento y el plomo. Vieron los sótanos, los pasillos; escucharon los alaridos de dolor de los fantasmas de sus hijos y llenaron de color a ese cementerio. La ESMA es ahora un espacio recuperado de memoria, un lugar  que nos enseña que no debemos avergonzarnos de nosotros mismos y escondernos en excusas si eso implica volver a tropezarnos con las mismas piedras y la misma angustia. Hoy en día, en tiempos de Justicia, de juicios a represores y a genocidas, vemos cómo ese espacio gris vuelve a la sociedad desde otro lugar. Es un paso.

No hay comentarios: