17 sept 2011

Jean Jaques Rousseau


Hace un tiempo me sentí extremadamente atraído por una muchacha de la Universidad. Su nombre era L… Desgraciadamente las cosas no resultaron. Una de las razones aparentes del fracaso de lo que nunca hubo ocurrido es, quizás, la existencia de barreras culturales opuestas que nos separaban dentro de las aristas de una misma cultura occidental. Es trágico reflexionar sobre ello, pero estimo que es lo mejor antes de sumirse en dramas sin sentido. De cualquier forma, en determinado momento de mi vida, opté por escribirle una carta de amor en la que reflejaba la realidad de mis preocupaciones, revivía algunas anécdotas, y llegaba a conclusiones muy acertadas. Inevitablemente, sentí un irracional sentimiento de cobardía –así como siempre que escribo cartas de amor- y opté por archivarla. Hoy, revolviendo unos documentos en mi habitación, encontré dicha carta y me dispongo a transcribirla aquí, no sólo a modo de exposición de mis desventurados sentimientos y personalidad, sino también a modo de  protección de archivo. Bueno, en resumen, espero que luego de esto sepan comprenderme un poco mejor quienes me critican por insensible y quienes me critican por otros aspectos de mi compleja y malaventurada personalidad:


Querida L…:

Debo decírtelo ahora y mil veces en el futuro: te quiero. Te quiero sin importar que nos veamos desde diferentes puntos del mundo, saludándonos en la lejanía y proyectando nuestras sombras insociables entre sí bajo un sol crepuscular. Eres perfecta a tu modo, como una suerte de diosa. ¿Será acaso por la perfección que posees que soy incompatible contigo, que no encuentro fisuras por las cuales proyectarme? Me he sentado una y mil veces a plantearme esa pregunta sin encontrar respuesta y quizás una breve mención sobre nuestras desventuras me ayuden a entender:
Recuerdo una ocasión en que las sonrisas que nos intercambiábamos durante las reflexiones metafísicas de la profesora P… me resultaron insoportables. ¿Era acaso sano continuar viviendo en esa suerte de juego histérico entre ambos, de sonrisas furtivas y besos en las mejillas? Para mí ya no lo era. Hubimos estado demasiado tiempo entre esos gestos de tímidos voluptuosos. Por eso cuando vi que te marchabas de la clase decidí seguirte y te alcancé. Luego de hablar unos instantes sobre mundanidades, lancé la primera ofensiva y te invité a tomar un café. Lo dejaste en “veremos” y te marchaste y la distancia que separaba nuestros mundos, las barreras del túnel que me enajenaba de tu vida, se hicieron más gruesas y el vidrio se convirtió en cemento. Frío cemento.
Pero a pesar de las indirectas que me enviabas constantemente, no me di por vencido. Ni siquiera a sabiendas de las profundas barreras que nos distanciaban; ni siquiera consciente de tu desinterés. Esas barreras las levantaste vos y me negaba a darlo por sentado. Yo sólo quería abrazarte con fuerza, besar tus labios de porcelana, desvestirte, acariciar tu lechosa piel y quedarnos, uno frente a otro, absortos en la contemplación antes de bailar la salvaje danza de las llamas de las velas. Nada de eso ocurrió. Poco a poco fuiste olvidándote de mí. Nuestros encuentros de miradas furtivas se hicieron cada vez menos corrientes y las charlas vacías que manteníamos, cada vez más efímeras y banales. Sin embargo, creía que podía hacer lo imposible para que nuestra relación se retrotraiga a tiempos anteriores y dirigirla hacia lugares más a mi gusto.
Cierto día –recuerdo-, a la espera del inicio de las clases de Metafísica con la profesora D…, te encontré sentada sola en el pasillo frente al aula –vos, podés creerlo, siempre rodeada de amistades, sola- y decidí acercarme para confesarte mi frustración para con vos, para con nosotros. Sin embargo, me interrumpiste antes de comenzar para hablarme de Gran Hermano. Me resultaba de gran dificultad mantener el hilo de la conversación y no lo conseguí. Terminé dibujando en mi mente el rostro anciano de León Tolstoi sólo para escapar de la situación absurda en la que me metiste. Nunca te lo dije, pero en aquel momento me pareciste una estúpida escupiendo estupideces en un mundo estúpido. ¿Muy Córtazar lo mío, no es así? Bueno, siento que difamo al autor de Bestiaro al decir eso, pero a quién le importa. Supongo que no a él. Cuando me preguntaste qué opinaba de la situación en La Casa, divagué sobre el alfonsinismo. No me entendiste y llegaron tus amigos -¡esos chacales!- y te olvidaste de mí.
En otra ocasión recuerdo que nos intercambiamos mensajes en un cuaderno en una clase con la profesora P… Ella, inmersa en su neblina metafísica, ignoró nuestro pequeño juego. No tuve el valor en aquel momento de decirte cuánto significabas para mí. Fue así –supongo-, pues eso hubiera justificado el final de nuestro pequeño juego de poder. ¿Entregarme a ti, una ignorante, una estúpida, de esa manera tan rendida? ¡De ninguna manera! Yo me sabía mejor que vos en muchos sentidos. Inútil era desmentirlo y no me resultaba en la caída al narcisismo afirmarlo. Era superior y era digno, sólo faltaba que te dieras cuenta. ¿Ya ves lo equivocado que estaba para con nosotros? Vos nunca te diste cuenta y nunca te darás cuenta. Entonces, ¿por qué es que soy yo el que sufre y no vos? ¿O es que sos como los estúpidos y sufrís pero en silencio?
¿Qué obtuve de vos? Absolutamente nada. ¿Eso me frustra? En muchos sentidos, sí. En otros, me es indiferente; pero si me fuera totalmente indiferente esta carta no tendría razón de ser.
Cuando comenzó el receso de invierno empecé  a olvidarte y esa imagen cándida, rebosante de belleza, de sensualidad, de inocencia, ángel de los infortunios de los hombres, vestida en una túnica blanca, con los labios húmedos y los ojos brillantes e inquietos, emocionados –emoción azul-, que proyectabas se fue esfumando como un trazo de carbonilla cuando un torpe o un distraído se acerca. Ya no te recordaba. Pero hoy volví a verte. Estabas espléndida -¡como siempre!-, pero algo había cambiado.
Estabas con él. Con mi enemigo. Con el único hombre a quien odio en mi vida. Y reían juntos, absortos los dos en un juego de miradas furtivas y roces de manos en la ropa del otro. Y yo, espectador de lujo de una escena de pesadilla, añoraba despertar y encontrarte a mi lado, aun dormida, con el rostro relajado del sueño profundo; y en un acercamiento de mis labios a los tuyos, besarte con suavidad, casi como una caricia de una cálida brisa de verano. Pero no. No era posible. Allí estabas, con él, tu “nuevo amigo”, esperando para entrar a clases. No me saludaste. Yo ya no tenía entidad para vos. ¿Acaso era posible que así pudiera yo crecer y desprenderme de tu sombra descansada sobre mi espacio vital? Pero no podía. ¿Cómo era posible que lo ames a él? ¿O es que no lo amas y hacés todo esto como parte de un nuevo juego para enloquecerme? Nada de eso parece ya importar.
En fin, quería decirte todo esto porque veo inútil continuar jugando. Haz ganado. Te perdiste de mí para siempre. Pudiste haber sido feliz, haber tenido al hombre de tu vida, aquel que te hubiera hecho madurar, finalmente. Pero no. Decidiste mantenerte en tu vacía mundanidad y es comprensible. No todos están preparados para conocer la verdad. Tu espíritu es débil, es chato. El mío, por el contrario, goza de una dimensión de más. No puedo encontrarme cómodo y satisfecho con tan poco. Se ve que vos sí y lo comprendo. No debe ser fácil definir sufrir siempre en silencio. En un principio, te pregunté si eras perfecta. Sin lugar a dudas; sos perfecta en tu mundanidad. No puedo ingresar en esa mundanidad puesto que soy un organismo extraño, hostil. No puedo cumplimentarte. Eso me hace sufrir, porque te quiero, pero seguro no debe de importarte a ti. Lo mejor será que no nos veamos más. Es hora de madurar, de escapar de los fantasmas que me aquejan y buscar mi propio camino. Te pido perdón por todos los momentos en los que intenté cambiarte o proyecté una imagen equivocada, una construcción subjetiva, sobre vos. Fuiste menos de lo que esperaba y, aun así, escaparme de mis sentimientos será difícil y quién sabe, imposible. No te culpes por eso; es mi culpa.

Te amo.

No hay comentarios: