24 jul 2011

Globos (parte 3)


Escribo esto pasadas las 3 de la mañana. He perdido la oportunidad de conquistar una dama en las proximidades de una noche ajena a mí. Estoy borracho, pero ello no me impide razonar de una forma correcta  -ni tan poco delirar con frases sin sentido. Al menos eso siento-. Corrijo las faltas de ortografía. Ya está, solucionado. ¿Y qué? ¿Acaso uno no puede escribir unas breves líneas sin sentido estando ebrio y ofendido? ¿Acaso uno debe asumir siempre la gracia del momento, esa postura de crítica irónica? ¿Acaso no es capaz de sufrir las pérdidas de la razón, la necesidad del vicio, las enfermedades del corazón y la mente en un bloque hermético que me distancia de mi verdadero ser? La sociedad es hipócrita, es caníbal, es triste y es gris. ¿Yo? ¿Qué qué soy yo? No lo sé. Por lo pronto, soy tan sólo un triste quejoso, ebrio de amargura, ebrio de alcohol y demonios que dominan mi alma y no quiero y no creo necesario y no deseo exponerlos ante una multitud de hambrientos asesinos. Ebrio y con un agudo dolor de cabeza. El dolor de cabeza tiene entre las manos un globo. El dolor de cabeza es un individuo vacío o lleno de aire caliente, lo mismo da. ¿Acaso un ebrio es posible que se equivoque cuando se trata de una cosa fundamental como la presencia de un idiota? No lo creo, y discúlpenme mi actitud, propia de quien no puede mantenerse de pie, pero así soy yo. Nada puede objetárseme, soy inimputable tal como estoy. Sin embargo, en caso de asesinar a alguien, asumiría torpemente la responsabilidad. Ebrio o no, tengo control de mis capacidades motrices y de parte de mi deteriorado cerebro.
Globos. Pienso en los globos. Las gotas de sangre rodean la  Fuente de la Plaza de Mayo. La plaza es una gran polvareda. Busco a mi amada entre los jirones de los muertos. Ella no está. Sólo dos razones posibles existen: o ella no murió o ella nunca ha sido mi amada. No lo sé a estas alturas. Sólo entiendo que hay quienes festejan y saludan a una multitud de idiotas, de enfermos de poder, de corruptos, de hipócritas, de intelectuales –como les gusta decirse a sí mismos, como si Borges o Cortázar todavía viviesen y los apoyasen-, allí, juntos de a pie, delinquiendo en nombre la justicia y quejándose de los menos peores.  ¿Acaso esos hombres habrán leído a Cortázar, a Borges, -o yéndonos a un plano internacional sin preguntarnos qué tan nacionales eran Borges y Cortázar- a una Arendt, a un Foucault, a un Sartre, a un Artaud, a un Keroauc? ¿Acaso habrán leído a los grandes genios que nos marcaron un camino de espinas, de desangramiento, de lluvias pesadas y fango pútrido? ¿Quiénes han sido los hombres de los globos? ¿Acaso ilusiones de un pasado brillante o un futuro sin  futuro o una niña que se acuesta entre las almohadas creyendo estar protegida de los demonios que aterran a sus mayores pero la violan en las tinieblas de una noche solitaria, mientras grita en ahogados aullidos y dolores eternos?
Aire liviano. Se escucha de fondo Autumn Leaves por Chet Baker. Hermoso. Nada más importa. ¿O acaso sí? ¿Acaso no hay obligaciones en la vida, necesidades que van más allá de la borrachera de un sábado por la noche para un mareado e irreconciliable domingo por la mañana sin aspirinas, discutiendo con uno mismo sobre la realidad o no realidad y sobre si es necesario o –aunque sea- placentero e importante ver Uruguay-Paraguay? Puras banalidades ¿Es el suicido una justificación auténtica para las angustias de mi mente? Abandonado, solo, desamparado pero con un techo para cubrirme de la lluvia fría y húmeda.  ¿Es eso suficiente?
Se acerca un payaso a mí. Su rostro era siniestro. Nunca me agradaron los payasos. Juegos de la infancia, supongo. Bromas de chicos. A nadie le pedí un regalo. No es mi cumpleaños de cualquier forma. Tan sólo una borrachera como pocas. Como aquellas olvidadas de las noches salvajes de mis 18 ó 19 años –lo digo así y parece ignorarse el hecho que tengo 20, tan sólo-. No me importa. El payaso me habla, como si sólo ello importara:
- Sé feliz. Vive feliz. Juega feliz. Todo feliz – dice el payaso.
- ¿Cómo? – le pregunto ingenuamente.
Cómo ser feliz si me lo exige el payaso. Cómo brillar entre las manchas de sangre, los niños devorados, la carne picada –es decir, el papel picado-, los globos –es decir, las coloridas cabezas-, los excrementos –es decir, nosotros o bien los otros-, el baile –o bien la nada-, el llanto de quienes han partido. Se escucha Tsunami Song de Kenny Garret. La nostalgia. El llanto de quienes nunca hemos estado allí y no sé porqué nos han dado la oportunidad de participar. Sí, somos unos mediocres. Sí, lo admito y no me interesa el discurso alentador de los hipócritas de bolsillo. No tenemos globos. No somos globos. No somos nada. No somos nadie. No tenemos nada. No tenemos nadie. He intentado poseer sin poseer. Rendir cuentas con una compañera. Nada ha salido bien. No me importa y al mismo tiempo sí. ¿Pero qué importa? Estoy aquí, solo y ebrio frente a la computadora y con Claude Bolling en un volumen bajo para no despertar a mi familia. ¿Qué pasó con esos sueños de humanidad? Supongo que se perdieron con la grave lluvia de esa semana nublada. ¿Acaso importa?
Globos. A nadie le importa. Sólo hay globos. Una sonrisa se dibuja en el rostro de los bienaventurados, de los malaventurados, de los aventurados a secas, de los tontos, de los miopes, de los ignorantes que han leído a los grandes divulgadores. Y yo allí, sumergido en mundo sin importancia, sin materia, sin necesidad. Un mundo que, en definitiva, no me pertenece y al que yo no le pertenezco, pero que habito sin ánimos y con ánimos, sin sangre y con el furor de quien se encierra en una jaula de hierro por obligación o por banal placer.  937. 938. 939. Las palabras han aumentado. Ahora son 947. La locura se adueña de mí, la prolijidad de los sentidos, el orden preestablecido. ¿Qué más importa? ¡¡Felicidades, está bienvenido!!
Una señora llora. Su hijo murió de frío. Murió de hambre. Murió. Simplemente murió. No debió haber muerto. Murió. Murió. Sólo murió. Ella llora. Debe llorar. Su hijo murió de frío. Le damos un globo. No está contenta. Le damos otro globo. Sigue sin mostrar los dientes la desgraciada. Le damos un tercer globo. La fiebre, las alcantarillas rebalsan en excremento. Deshechos tóxicos. La muerte de quienes viven en la planta baja. Más globos. Globos en todos lados. Oye como viene, Calle 54, Latin Jazz a las 4 de la mañana. El sabor de la cerveza se extingue. Otro niño muere. Ya nada importa. Otro globo adornará las siluetas deformes de los demonios de la mañana. La silueta multiforme, indirecta en relación con las palabras. Nadie ya comprende. Estoy borracho, pero menos que antes.
Globos. Sólo globos. ¡Vivan los globos! ¡Mueran los globos! Se hinchan. Explotan. Mueren. Todos morimos. Todos somos los globos. Todos somos parte. ¿De qué? No lo sé.
Un niño busca su guardapolvo. Su guardapolvo no aparece. No hay guardapolvo. Le damos un globo. El niño llora. El niño no tiene futuro. El niño muere de hambre. El niño tiene un globo. Sonríe de desesperación. El niño ríe sin saber por qué y las lágrimas caen entre sus rosas mejillas. Sus mejillas son grises. Sus mejillas no existen. El niño no existe. El niño llora y existe. El niño no llora. No llora y no existe. Existe y está allí, frente a uno, sufriendo de hambre; y al mismo tiempo no está, o llora, y no sufre de hambre, pero sabemos que sí. El niño nos roba. ¡No! ¡Eso nos ha parecido! El niño nos pide pan. Nosotros se lo damos. El niño nos pide educación. Nosotros no podemos. Nosotros no queremos. Nosotros le damos un globo. Nosotros lo matamos entre nuestras caricias. Las caricias lo matan. El niño ha muerto.
Nosotros somos los lunáticos que han encerrado a los racionales. Unos cuerdos nos han pedido abrigo. Nosotros reímos. Reímos. Reímos. Un delay absurdo se apodera de la atmósfera. Un eco, tan sólo un eco vacío. Se pierden en las risas. Nadie los escucha. Tienen frío y mueren de frío. No, no vale la pena. Les damos un globo. Los muertos sostienen el globo. Lo acarician, lo besan y están muertos. El globo es la promesa. El globo es la muerte. El globo es ello que nos dedicamos a ignorar y llega y nos maravilla y nos espera y lo esperamos. El globo es lo último.
4:15 de la mañana. Nada más importa. He perdido una hora expresando mi frustración, mi dolor, mi odio. Ya creo que el aire de la resaca se ha desvanecido y no sé si buscar una nueva cerveza, abrirla con ahínco y continuar bebiendo para que las ideas fluyan. Ya no veo al payaso irracionalista que devora a los niños. Sé que está allí, acechando, pero no lo veo. ¿Acaso debería calmarme? ¡Nada de eso! El payaso se ha escondido. 4:25 de la mañana, Escalandrum y el sueño vence las barreras de la racionalidad, ¡y qué importa! ¿Qué es la irracionalidad para un irracionalista, al fin y al cabo? ¿Acaso otra racionalidad, distinta de aquélla sostenida por Descartes y Kant? ¿Es sólo eso, un mero sistema alternativo de valores? Los globos están callados. Los globos nada dicen. Los globos nada oyen. Las personas nada dicen. Las personas nada oyen. Las personas están calladas y están sordas. ¿Qué se necesita?  Charlie Parker para principiantes, mi querido lector. ¿O acaso ni siquiera eso? ¿Suicidio? Tal vez sí, pero no esta noche. No estoy de ánimos. Hay mucho de qué quejarme todavía.
Globos. Globos inundan las calles, inundan los barrios, inundan los corazones de los absurdos personajes de historieta que esperan se llenados de contenido por un mediocre escritor de garaje. Y allí estamos, desdoblados en la eterna noche. Nada de tango, nada de angustia poética. Sólo globos de colores y la promesa de estar todos invitados…

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